El Ausangate no era una montaña; era una deidad dormida. Un gigante de roca y hielo de más de seis mil metros que vigilaba el valle de Cusco con una indiferencia glacial. Para los quechuas, era un Apu, un espíritu sagrado, un guardián. Para Lucas, era la última casilla por marcar en su lista. Había escalado el Aconcagua, el Huascarán, el Chimborazo. El Ausangate, con su notoria dificultad técnica y su clima impredecible, era su Everest personal. Y como siempre, lo haría solo.
Lucas no escalaba para conquistar. Escalaba para desaparecer. En la ciudad, era un arquitecto de éxito, atrapado en un mundo de plazos, reuniones y una soledad que resonaba en su apartamento de lujo. En la montaña, era solo un cuerpo, un par de pulmones luchando por oxígeno, una voluntad enfrentada a la indiferencia de la piedra. El silencio de las alturas era el único lugar donde podía acallar el ruido de su vida.
Ignoró las advertencias de su guía local en Pacchanta. «El Apu no quiere visitas ahora, señor Lucas», le había dicho el hombre, llamado Demetrio, sus ojos oscuros como la obsidiana. «Las vizcachas están inquietas. El viento habla en una lengua extraña. Es un mal presagio».
Lucas le había dado una propina generosa y una sonrisa condescendiente. Él creía en la presión barométrica, en los mapas satelitales y en la resistencia a la tracción de sus cuerdas de kevlar. No en vizcachas proféticas.
El primer día de ascenso fue perfecto. Un cielo azul cobalto y un sol que arrancaba destellos de los glaciares. Montó su campamento base a 4800 metros, sintiendo la familiar quemazón del aire enrarecido en sus pulmones. Esa noche, mientras preparaba su cena liofilizada, encendió su teléfono satelital para revisar el pronóstico del tiempo.
Fue la primera anomalía. La aplicación del clima, que se conectaba directamente a los satélites meteorológicos, no mostraba el pronóstico de mañana. Mostraba el de la semana siguiente. Y era extraño. Indicaba una temperatura de 15 grados Celsius a 6000 metros, una imposibilidad física. Luego, la pantalla parpadeó y mostró una noticia: «El renombrado arquitecto Lucas Fernández es declarado oficialmente desaparecido tras dos semanas de búsqueda en el Ausangate».
Lucas sintió un escalofrío que no tenía nada que ver con la temperatura. Reinició el teléfono. La aplicación volvió a la normalidad, mostrando una ventana de buen tiempo para los próximos tres días. Lo atribuyó a un glitch, a una mala conexión con el satélite. Pero la imagen de ese titular se quedó grabada en su mente.
Al segundo día, el ascenso se volvió más técnico. Mientras navegaba por una cresta afilada, consultó su reloj GPS para verificar su ruta. La pequeña pantalla no mostraba el mapa topográfico. Mostraba una imagen. Una foto. Era él, o alguien que se le parecía mucho, con la barba más larga y la piel quemada por el sol, agachado junto a un arroyo, bebiendo agua con las manos. La foto estaba geolocalizada. El punto estaba a solo quinientos metros de su posición actual, en una quebrada que no figuraba en su ruta.
Lucas sacudió la muñeca. La pantalla volvió al mapa. «Batería baja», pensó. «Interferencia magnética de los depósitos de hierro de la montaña». Se buscó excusas lógicas, anclas para no dejarse llevar por el miedo que empezaba a crecer en su interior.
Esa noche, en su segundo campamento, el viento comenzó a hablar. No era el silbido normal del aire contra la lona de la tienda. Eran susurros, fragmentos de conversaciones que parecían venir de todas partes y de ninguna. Escuchó la voz de su padre, fallecido hacía diez años, dándole el mismo consejo inútil sobre invertir en bienes raíces. Escuchó la voz de su ex-prometida, Laura, rompiendo con él, sus palabras exactas repitiéndose como un eco en el glaciar.
Sacó su grabadora de audio digital, con la que solía llevar un diario de sus escaladas. La encendió.
—Día dos. Campamento a 5400 metros. Vientos fuertes. Posible alucinación auditiva por la altitud —dijo, su propia voz sonando extraña y frágil.
Reprodujo la grabación para comprobarla. La grabadora no reprodujo su voz. Reprodujo la de un hombre mayor, con un marcado acento quechua.
«No estás solo, arquitecto. La montaña te está mirando. El Apu teje el tiempo como una mujer teje una manta. Y a veces, deja caer un hilo para que los hombres lo vean. Una advertencia. Una elección.»
Lucas arrojó la grabadora fuera de la tienda. Aterrizó en la nieve con un ruido sordo. Ahora estaba realmente asustado. Esto no era hipoxia. Era otra cosa. La montaña, de alguna manera, se estaba comunicando con él a través de su tecnología. Estaba corrompiendo sus dispositivos, usándolos como ventanas a… algo.
Decidió bajar. La cumbre ya no importaba. La supervivencia sí. Empacó sus cosas al amanecer, con el corazón martilleando por la altitud y el miedo. Pero cuando consultó su brújula digital, la flecha giraba sin control. Su GPS de mano mostraba su posición en medio del Océano Pacífico. Estaba tecnológicamente ciego.
Solo le quedaba su instinto y el mapa de papel. Comenzó el descenso, siguiendo sus propias huellas en la nieve. Pero después de una hora, se dio cuenta de algo terrible. Sus huellas no iban solas. A su lado, había otro par de huellas. Idénticas a las suyas. Como si hubiera estado caminando junto a un gemelo invisible.
Siguió las huellas, fascinado y aterrorizado. Lo llevaron fuera de la ruta de descenso, hacia la quebrada que había visto en la foto de su reloj. Y allí, junto a un arroyo helado, vio a un hombre.
Era él. Con la barba más larga, la piel agrietada, la ropa hecha jirones. El hombre levantó la vista. Sus ojos eran los de Lucas, pero sin ninguna luz en ellos. Unos ojos vacíos, salvajes. El hombre no dijo nada. Solo lo miró, y luego volvió a beber agua del arroyo.
Lucas retrocedió lentamente. No era un fantasma. Era carne y hueso. Era real. Era una versión de sí mismo que, por alguna razón, se había quedado en la montaña. El futuro que sus dispositivos le habían estado mostrando.
Corrió. Corrió sin rumbo, resbalando en el hielo, jadeando en el aire delgado. El Apu no era solo una montaña. Era una anomalía espacio-temporal. Un lugar donde las diferentes hebras del tiempo, los diferentes futuros posibles, coexistían y a veces se cruzaban. Y le estaba mostrando el precio de su arrogancia.
Encontró refugio en una pequeña cueva de hielo, temblando de frío y de una comprensión que era más fría que cualquier glaciar. La montaña no lo iba a matar con una avalancha o una grieta. Lo iba a absorber. Lo iba a convertir en otro eco, en otra posibilidad perdida en sus laderas.
Sacó su último dispositivo: una pequeña batería externa para cargar su teléfono. La conectó. El teléfono cobró vida. Tenía un solo mensaje. No era un SMS ni un correo. Era una notificación de su propia aplicación de calendario. Un evento programado para dentro de diez años. El título era: «Aniversario de bodas con Laura». Y en la descripción, una sola frase: «Si tan solo hubieras bajado de esa maldita montaña».
Las lágrimas se congelaron en sus mejillas. Vio el camino que había perdido. El futuro que había desechado por su obsesión con las cumbres, con la soledad, con la huida. El Apu no le estaba mostrando un futuro inevitable. Le estaba mostrando una elección. El Lucas salvaje de la quebrada era el hombre que no había entendido el mensaje. El hombre que había seguido subiendo.
Pero, ¿cómo bajar si todos sus instrumentos estaban locos? ¿Cómo encontrar el camino en un lugar donde la realidad misma era inestable?
La voz de la grabadora volvió a su mente. «El Apu teje el tiempo como una mujer teje una manta.»
Una manta. Un tejido. Un patrón.
Sacó su mapa de papel. No miró las curvas de nivel ni las rutas. Miró los nombres. Los nombres quechuas que los cartógrafos habían registrado. Pucacocha (laguna roja). Yanacocha (laguna negra). Vinicunca (montaña de siete colores). No eran solo nombres. Eran descripciones. Eran… nodos en el patrón.
Y recordó algo más que Demetrio le había dicho. «Para encontrar el camino, no sigas tus ojos. Sigue el agua. El agua siempre recuerda el camino a casa».
Ignoró el impulso de descender por la ruta más corta. En su lugar, comenzó a seguir el pequeño arroyo que nacía del glaciar sobre él. El agua lo llevó por un camino más largo, más difícil. Pero a medida que avanzaba, notó que sus dispositivos comenzaban a calmarse. La brújula dejó de girar. El GPS comenzó a mostrar posiciones coherentes.
Era como si, al seguir el flujo natural de la montaña, al someter su voluntad a la de ella, estuviera saliendo de la anomalía. Estaba eligiendo el hilo correcto en el tejido del tiempo.
Dos días después, exhausto, hambriento y medio congelado, tropezó con el pueblo de Pacchanta. Demetrio lo vio llegar y corrió a su encuentro.
—Sabía que volverías —dijo el guía, envolviéndolo en una manta de lana de alpaca—. El Apu te probó. Y te dejó ir.
—Vi… me vi a mí mismo, Demetrio —susurró Lucas.
Demetrio asintió, sin sorpresa. —No eres el primero. Algunos se quedan arriba. Se convierten en parte de la montaña. Son los que no escuchan. Los que creen que la montaña es solo roca y hielo.
Lucas nunca volvió a escalar. Vendió su equipo, canceló sus suscripciones a revistas de montañismo. Volvió a su vida de arquitecto, pero ya no se sentía vacía. Llamó a Laura. Le pidió perdón. Empezaron a hablar de nuevo.
Años después, casado y con una hija, a veces se despertaba en medio de la noche con la sensación del viento helado en la cara. Se acercaba a la ventana de su apartamento y miraba hacia el sur, hacia la cordillera invisible. Sabía que en algún lugar de las laderas del Ausangate, una versión de él mismo, una sombra de lo que podría haber sido, seguía vagando, bebiendo agua de un arroyo, atrapado para siempre en el silencio de un futuro que eligió no vivir. Y le daba las gracias al Apu por haberle mostrado la diferencia entre la soledad y la libertad.








