La ciudad espejo

Durante una extraña niebla en el Salar de Uyuni, un fotógrafo se pierde y encuentra una ciudad que no aparece en ningún mapa. Los habitantes son versiones "mejoradas" de él y sus seres queridos. Ha tropezado con una manifestación de su propia utopía personal, una de la que quizás no pueda o no quiera escapar.

El Salar de Uyuni era el lugar donde el cielo venía a morir. O a nacer de nuevo. Para Santiago, un fotógrafo atormentado por la mediocridad de su propia vida, era el lienzo perfecto. Durante la estación seca, era un desierto de sal hexagonal. Pero él había venido en la temporada de lluvias, buscando el milagro: el espejo del mundo. Una fina capa de agua que transformaba el salar en un espejo infinito, borrando la línea entre la tierra y el cielo.

Había conducido durante horas en su 4×4 alquilado, buscando el lugar perfecto, lejos de las caravanas de turistas. Quería capturar la soledad, la sensación de flotar en un vacío de nubes y estrellas. Pero mientras el sol se hundía en el horizonte líquido, tiñendo el mundo de naranja y púrpura, algo inesperado sucedió. Una niebla.

No era una niebla normal. Era espesa, blanca y surgió de la nada, tragándose el paisaje en segundos. Era tan densa que Santiago no podía ver más allá del capó de su vehículo. Las luces del coche se reflejaban en ella, creando un muro de luz impenetrable. Su GPS se volvió loco, la flecha girando sin rumbo. Estaba perdido.

Condujo a ciegas durante lo que parecieron horas, el único sonido el crujido de la sal bajo sus neumáticos. El pánico, frío y salado como el aire, comenzó a filtrarse en su interior. Y entonces, vio luces.

No eran las luces de un coche. Eran las luces de una ciudad. Una hilera de farolas de estilo antiguo que se extendían en la niebla. Detrás de ellas, las siluetas de edificios.

Santiago no podía creerlo. No había ciudades en medio del salar. Era imposible. Pero las luces eran reales. Desesperado por encontrar refugio, condujo hacia ellas.

La ciudad era… perfecta. Demasiado perfecta. Las calles estaban limpias, adoquinadas. Los edificios eran una mezcla armoniosa de arquitectura colonial y diseño moderno. No había ni un solo grafiti, ni una sola basura. Y había gente. Gente paseando tranquilamente, sonriendo, conversando en voz baja.

Aparcó el coche y bajó, sintiéndose como un intruso en un sueño. Un hombre mayor, con un rostro amable y familiar, se le acercó.

—Bienvenido, amigo. Parece perdido.

Santiago se quedó sin habla. El hombre era idéntico a su padre. Pero su padre había muerto de un ataque al corazón hacía cinco años, su rostro marcado por el estrés y la decepción. Este hombre tenía los mismos ojos, pero estaban llenos de una paz que su padre nunca había conocido.

—Yo… sí, estoy perdido. La niebla… ¿Qué lugar es este?

—Este es Uyuni, por supuesto —dijo el hombre, sonriendo—. Pero quizás no el Uyuni que esperaba. Venga, acompáñeme. Parece cansado.

El hombre lo llevó a una pequeña casa con un jardín lleno de flores imposibles en ese clima. Dentro, una mujer estaba cocinando. Se giró, y el corazón de Santiago se detuvo. Era su madre. Pero joven, vibrante, sin las arrugas de preocupación que él recordaba. Y a su lado, ayudándola, estaba una mujer de su edad, con el pelo castaño y una sonrisa que le resultó dolorosamente familiar.

—Hola, Santi —dijo la mujer. Era Elena. Su ex-prometida. La mujer a la que había dejado ir por su incapacidad para comprometerse, por su miedo a no ser suficiente.

—Elena… ¿qué haces aquí? —tartamudeó Santiago.

—Vivo aquí. Contigo —respondió ella, como si fuera la cosa más natural del mundo. Se acercó y le dio un beso. No fue un beso apasionado, sino uno lleno de una calma y una familiaridad de años.

Santiago pasó los días siguientes en un estado de shock y maravillada incredulidad. Esta ciudad era una versión idealizada de su vida. Su padre no había muerto; era un respetado carpintero jubilado. Su madre no estaba cansada; pintaba paisajes del salar en un pequeño estudio. Y Elena… Elena lo amaba. Estaban casados. Tenían una vida.

Pero lo más extraño de todo era él mismo. Una noche, Elena lo llevó a una galería de arte en la plaza del pueblo. Las paredes estaban cubiertas de fotografías. Sus fotografías. Eran imágenes del salar, del cielo, de la gente de la ciudad. Eran magníficas, de una belleza y una profundidad que él siempre había anhelado alcanzar pero que nunca había logrado. Habían ganado premios. Eran famosas.

—Estoy tan orgulloso de ti —dijo el Santiago de la galería, acercándose a él.

Santiago se encontró cara a cara consigo mismo. Su doble era más alto, más seguro. No tenía la sombra de duda en sus ojos. Era la versión de sí mismo que siempre había querido ser.

—¿Quién eres? ¿Qué es este lugar? —preguntó Santiago, su voz apenas un susurro.

—Soy tú. O más bien, soy el tú que podrías haber sido —dijo el otro Santiago—. Este lugar… es una manifestación. Un eco. El salar es un cristal, ¿entiendes? Un cristal de litio a una escala planetaria. Y a veces, cuando las condiciones son las adecuadas, cuando la energía es la correcta… refleja no solo la luz, sino el potencial. Los caminos no tomados. Los deseos del corazón.

—¿Así que esto no es real?

—Es tan real como tú decidas que sea —respondió su doble—. Es tu utopía personal, Santiago. Un mundo construido a partir de tus mayores arrepentimientos y tus más profundos anhelos. Un mundo donde tu padre vivió, donde no dejaste ir a Elena, donde te convertiste en el artista que siempre soñaste ser.

Santiago se sintió tentado. La idea de quedarse era abrumadoramente seductora. ¿Por qué volver a su vida gris y solitaria en La Paz? ¿Por qué volver a ser el fotógrafo mediocre, el hijo que no pudo salvar a su padre, el hombre que perdió al amor de su vida? Aquí, todo era perfecto.

Pero empezó a notar las grietas en el paraíso. La perfección era… implacable. Nunca llovía. La gente nunca discutía. Las sonrisas nunca flaqueaban. No había lucha, no había dolor, no había crecimiento. Era una fotografía hermosa, pero estática.

Una tarde, estaba con su «padre» en su taller de carpintería.

—¿Eres feliz aquí, papá? —preguntó Santiago.

El hombre sonrió, su rostro sereno. —Por supuesto, hijo. Todo es perfecto.

—Pero, ¿no extrañas nada? ¿Los desafíos? ¿Incluso las cosas malas?

El padre dejó de lijar un trozo de madera. Por un instante, la sonrisa vaciló. Una sombra de confusión, de un recuerdo lejano, cruzó sus ojos. —A veces… a veces sueño con un dolor en el pecho. Y con el miedo. Pero luego despierto, y todo está bien. Es mejor olvidar.

En ese momento, Santiago lo entendió. La ciudad no era una utopía. Era una jaula. Una jaula dorada construida con sus propios deseos. Los habitantes no eran personas reales. Eran ecos, despojados de la complejidad, del dolor que los hacía humanos. Su padre no era su padre; era el recuerdo idealizado de su padre. Y el Santiago exitoso no era él; era la fantasía de lo que quería ser.

Sabía que tenía que irse. Pero irse significaba matar a su padre de nuevo. Significaba dejar a Elena por segunda vez. Significaba aceptar su propia mediocridad. Era la decisión más difícil de su vida.

Fue a buscar a su doble, que estaba en la orilla del salar, fotografiando el atardecer perfecto.

—Tengo que irme —dijo Santiago.

El otro Santiago no pareció sorprendido. —Lo sé. Siempre lo supe. Esa es la diferencia entre tú y yo. Yo soy el que se quedó. Tú eres el que siempre se va.

—¿Qué pasará con todo esto si me voy?

—Nos desvaneceremos. Como un reflejo cuando el agua se seca. Volveremos a ser solo sal y potencial.

Santiago se despidió de todos. Fue un desgarro. Su madre lo abrazó, una lágrima perfecta rodando por su mejilla perfecta. Su padre le estrechó la mano, fuerte y sano. Elena lo besó por última vez.

—Quizás en otro reflejo, las cosas sean diferentes —dijo ella.

Santiago subió a su 4×4. El otro él le dio un mapa. No era un mapa de carreteras. Era un mapa de frecuencias de radio.

—La niebla es una puerta —le explicó—. Se abre y se cierra. Para salir, tienes que encontrar la frecuencia de tu propia realidad. Sintoniza la radio de tu coche con esto. Cuando el sonido sea más claro, conduce en esa dirección.

Santiago arrancó el motor. Mientras se alejaba, miró por el espejo retrovisor. La ciudad, con sus luces cálidas y sus habitantes sonrientes, comenzó a parpadear, a volverse translúcida.

Condujo hacia la niebla, girando el dial de la radio. La mayor parte era estática. Pero a veces, captaba fragmentos de otras realidades. Un locutor anunciando la victoria de Alemania en la Segunda Guerra Mundial. Una canción de los Beatles que nunca había oído. La voz de un presidente que nunca había sido elegido. Eran los ecos de otros salares, de otros corazones.

Finalmente, encontró su frecuencia. Un locutor de noticias de La Paz, hablando del tráfico en El Prado. El sonido era débil, pero era real. Era su realidad, imperfecta y caótica.

Condujo hacia el sonido. La niebla comenzó a disiparse. Y de repente, estaba fuera. El cielo estrellado, el verdadero cielo, se extendía sobre él. El salar era de nuevo un desierto de sal bajo la luna. La ciudad había desaparecido.

Santiago regresó a su vida. Pero algo había cambiado. El vacío que sentía había sido reemplazado por una extraña sensación de gratitud. Su apartamento ya no se sentía solitario; se sentía suyo. Su trabajo ya no era mediocre; era una oportunidad.

Una tarde, mientras revelaba las fotos que había tomado en el salar, encontró una que no recordaba haber hecho. Era una foto de la Ciudad Espejo, tomada desde la distancia. Era hermosa, perfecta, etérea.

Pero en una de las ventanas de su casa idealizada, vio un rostro. Era el suyo, el del Santiago que se había quedado. Y no estaba sonriendo. Estaba mirando hacia fuera, con una expresión de infinita añoranza en sus ojos. Estaba atrapado en el paraíso, soñando con la belleza de una vida imperfecta.

Santiago colgó la foto en su pared. No como un recuerdo de lo que podría haber sido, sino como un recordatorio de que a veces, la única forma de encontrar el camino a casa es perdiéndose en el reflejo de nuestros propios sueños.

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