
El sonido tenía textura. Para Clara, esta no era una metáfora poética, sino una verdad tan fundamental como la gravedad. Una carcajada era como un puñado de arena cálida deslizándose entre sus dedos. El llanto de un niño se sentía como una tela de araña fría y pegajosa en la nuca. El murmullo de la multitud en la Plaza Mayor de Aethelburg, donde comenzaba cada uno de sus recorridos turísticos, era una lluvia constante de finos guijarros sobre su piel, un hormigueo perpetuo que había aprendido a ignorar, o al menos a soportar.
Su condición, un neurólogo se lo había explicado una vez con fascinación clínica, era una forma rara de sinestesia auditivo-táctil. Su cerebro, en su cableado idiosincrásico, había decidido que las vías de la audición y el tacto debían ser una sola autopista. Para Clara, el mundo no solo sonaba; también se sentía. Era una bendición para apreciar la música, que se convertía en paisajes de terciopelo y seda bajo sus manos, pero una maldición en casi cualquier otro aspecto de la vida moderna. Los portazos eran latigazos. Las sirenas, cuchillas de hielo raspando sus huesos. Por eso había encontrado un refugio en el pasado, convirtiéndose en guía turística de Aethelburg, una ciudad que susurraba más de lo que gritaba.
Aethelburg era un laberinto de adoquines desgastados, fachadas góticas que se inclinaban unas sobre otras como ancianos conspirando, y un aire denso con el peso de los siglos. Clara amaba sus piedras. Contaban historias que los libros de historia solo podían esbozar. Llevaba a sus grupos por la Vía Argenta, explicando cómo las ruedas de los carros romanos habían pulido las losas hasta darles un brillo lechoso, y mientras hablaba, sentía el eco de esas ruedas como un temblor profundo y rítmico en las plantas de sus pies, una sensación como la de un gato ronroneando contra su tobillo.
—Y a nuestra derecha —decía, su voz modulada para ser una textura suave, como gamuza, para no irritarse a sí misma—, tenemos la Catedral de la Espina Silente. Construida en el siglo XII sobre un templo pagano. Fíjense en las gárgolas…
Los turistas asentían, tomaban fotos, sus obturadores produciendo pequeños chasquidos que se sentían como chispas inofensivas en sus brazos. Pero su mirada, como siempre, se desviaba más allá de la catedral, hacia el otro lado de la plaza, donde se alzaba un edificio que era una mancha en su percepción sensorial: el Gran Teatro Orpheum.
Cerrado desde los años veinte, el Orpheum era una reliquia de esplendor decadente. Su fachada neoclásica estaba cubierta de mugre, las ventanas tapiadas y la gran marquesina oxidada deletreaba «ORPHE M» en letras fantasmales. Para los turistas era una ruina pintoresca. Para Clara, era un enigma doloroso. La mayoría de los lugares silenciosos de Aethelburg se sentían lisos y frescos al tacto de su mente, como la piedra de un río. El Orpheum no. El silencio que emanaba de él era diferente. Era un silencio con dientes. Tenía una textura hueca y absorbente, como el fieltro negro, pero con un borde afilado y helado. Un vacío que no era pacífico, sino hambriento. Cada vez que pasaba por allí, sentía un tirón en el estómago, una nota discordante en la sinfonía de la ciudad.
Un día, la textura del mundo comenzó a cambiar. Estaba guiando a un pequeño grupo por las murallas medievales, sus manos rozando la piedra arenisca calentada por el sol. El murmullo del viento se sentía como una caricia de seda cruda. Entonces, al pasar la mano sobre un bloque de piedra particularmente antiguo, grabado con la marca de un cantero olvidado, sintió algo más. Debajo de la caricia del viento, hubo un pinchazo. Breve, agudo, como la picadura de un insecto. Un eco de miedo puro, tan intenso que le hizo retirar la mano de golpe. Uno de los turistas, un hombre corpulento con una camisa hawaiana, la miró con curiosidad.
—¿Todo bien, señorita? ¿Una astilla?
—No, no es nada. Piedra vieja —mintió, frotándose la mano. Pero la sensación residual no era de una astilla. Era la textura de un grito ahogado.
El incidente la dejó inquieta. Durante los días siguientes, empezó a buscarlo deliberadamente. Tocaba las puertas de roble de las antiguas casas gremiales y, bajo la sensación rugosa de la madera, a veces captaba un destello de algo más: el tintineo de las monedas de un trato comercial se sentía como una ráfaga de pequeñas cuentas de vidrio liso contra su palma. Un viejo poste de hierro donde se ataban los caballos le devolvió una oleada de agotamiento que se sintió como un peso fangoso y pesado. Su sinestesia se estaba profundizando. Ya no era una simple traducción de sonidos actuales; se estaba convirtiendo en una forma de arqueología sensorial. Estaba sintiendo los ecos del tiempo.
Su obsesión con el Gran Teatro Orpheum se intensificó. El silencio anómalo que emanaba de él ya no era solo un «punto frío»; ahora la llamaba. Era una ausencia que exigía ser llenada. Sabía que tenía que entrar.
Una noche de tormenta, cuando la lluvia azotaba los adoquines creando una textura caótica y punzante que mantenía a la mayoría de la gente en casa, se puso un impermeable y se dirigió a la plaza. La lluvia era un buen camuflaje sensorial, su constante golpeteo enmascaraba otras sensaciones más sutiles. Rodeó el teatro hasta un callejón trasero, un lugar que olía a humedad y a olvido. Recordaba haber visto una tabla suelta en una de las ventanas del sótano durante una de sus muchas inspecciones obsesivas. Con la ayuda de una palanca que había traído, la madera podrida cedió con un gemido que se sintió como una fractura en su propio brazo. Se deslizó dentro, cayendo en una oscuridad casi total.
El aire del interior era espeso y frío, cargado del olor a polvo, podredumbre y algo más, algo vagamente metálico como la sangre seca. Pero fue la textura del silencio lo que la paralizó. Era abrumadora. El vacío hambriento que había sentido desde el exterior estaba aquí magnificado mil veces. Se sentía como si estuviera sumergida en aceite espeso y helado. Cada sonido que hacía —el roce de su impermeable, el latido de su propio corazón— era devorado al instante por esa quietud depredadora. Su corazón, normalmente un tambor sordo en su pecho, se sentía aquí como un pájaro aterrorizado golpeando contra las paredes de una jaula de plomo.
Usando la linterna de su teléfono, navegó por los pasillos del sótano hasta que encontró una escalera que subía. Emergió en el vestíbulo principal. El haz de luz de su teléfono danzaba sobre un paisaje de ruina fantasmal. Los espejos con marcos dorados estaban empañados y rotos, las alfombras de terciopelo rojo eran ahora de un marrón deshilachado, y una gruesa capa de polvo cubría todo como una mortaja.
Se sintió atraída hacia el auditorio principal. Empujó las pesadas puertas y el espacio se abrió ante ella. Hileras e hileras de butacas vacías, muchas de ellas destripadas, miraban hacia un escenario oscuro. La gran lámpara de araña de cristal colgaba torcida, como un esqueleto decapitado. El silencio aquí era aún más profundo, más intencionado.
Con el corazón martilleándole —cada latido una dolorosa pulsación contra sus costillas—, subió al escenario. El polvo se levantaba a cada paso, un sonido suave que se sentía como ceniza en su lengua. Detrás del telón principal, un pesado trozo de terciopelo que se deshacía al tocarlo, la pared trasera del escenario estaba hecha de ladrillo desnudo. Aquí era donde la sensación de vacío era más fuerte, un vórtice de la nada.
Respiró hondo, preparándose. Luego, presionó la palma de su mano derecha firmemente contra los fríos ladrillos.
La realidad se desgarró.
No fue una visión, fue una inmersión total. Primero, la textura de una ovación masiva. Miles de aplausos la golpearon, no como guijarros, sino como una avalancha de agua tibia y efervescente, un torrente de alegría y admiración que la hizo jadear. Era embriagador. Sintió el orgullo y el éxtasis de un artista en el centro de esa adoración. Luego, la textura cambió bruscamente.
Un solo sonido. El estallido de un disparo.
No lo oyó con sus oídos. Lo sintió en su mano. Fue como si un trozo de hielo del tamaño de una daga le hubiera atravesado la palma, un dolor tan intenso, tan frío y tan repentino que gritó. Inmediatamente después, sintió el eco de un grito de mujer, una textura como de mil agujas incandescentes clavándose en cada poro de su piel. Y debajo de eso, una nueva sensación se extendió desde la pared: la textura delgada, resbaladiza y nauseabundamente fría de la sangre derramada, seguida por el peso aplastante y colectivo de un horror silencioso, el jadeo ahogado de cientos de personas, que se sintió como si una losa de granito le cayera encima, robándole el aliento.
Se derrumbó hacia atrás, arrancando la mano de la pared, y cayó de rodillas sobre el polvoriento escenario, temblando incontrolablemente. No había sido una simple lectura de ecos. Había revivido un asesinato.
Los días siguientes fueron un borrón febril. El recuerdo táctil del disparo y el grito la perseguía. La ciudad de Aethelburg ya no parecía un refugio de susurros antiguos; ahora se sentía como una tumba llena de secretos violentos. Se obsesionó. Sabía que la historia oficial del cierre del Orpheum —problemas financieros, un pequeño incendio en el almacén— era una mentira.
Su primer y único confidente era Mateo, el archivero de la ciudad. Un hombre enjuto, con gafas gruesas y un aura de pergamino y té de manzanilla. Él siempre había estado fascinado por lo que llamaba la «sensibilidad» de Clara. La encontró en su polvorienta oficina en el sótano del ayuntamiento, un lugar que para Clara siempre se había sentido como estar envuelta en papel de lija viejo y seco, por el constante susurro de los papeles al ser movidos.
—¿Un asesinato en el Orpheum? —Mateo frunció el ceño, puliendo sus gafas con un pañuelo—. Clara, los registros son muy claros. El teatro cerró en 1928. Hubo una recesión, las nuevas salas de cine lo estaban matando. El incendio fue la gota que colmó el vaso. No hay ni una sola mención de violencia.
—Los registros mienten, Mateo. O están incompletos —insistió ella, su voz temblorosa, lo que le provocaba una desagradable sensación de vibración en la garganta—. Lo sentí. La ovación, el disparo, el grito… Era real. Una mujer. Creo que era una actriz o una cantante. La estrella del espectáculo.
Mateo suspiró, su escepticismo luchando contra su afecto por ella. —Clara, tu… condición es extraordinaria. Pero sentir no es saber. La memoria, la emoción… pueden adherirse a los lugares, sí, pero interpretar esas sensaciones como un hecho histórico es… un salto peligroso.
A pesar de sus dudas, prometió volver a revisar los archivos, buscar en los periódicos de la época cualquier anomalía. Mientras tanto, Clara comenzó su propia investigación. Armada con su nueva y aterradora habilidad, convirtió Aethelburg en su biblioteca personal. Se pasaba horas en el antiguo palacio de justicia, con la mano apoyada en el gastado pasamanos de madera del estrado de los testigos, sintiendo las mentiras (una textura aceitosa y rancia) y las verdades desesperadas (ásperas y cortantes como la sal). Visitó la sede del Gremio de Comerciantes, un edificio opulento en el corazón del distrito financiero. Al tocar la puerta de la bóveda, sintió la avaricia como un frío metálico y punzante, y el miedo a la ruina como una humedad pegajosa.
Poco a poco, los fragmentos comenzaron a unirse. Descubrió que la prosperidad de Aethelburg no era natural. Había momentos en su historia —plagas, hambrunas, crisis económicas— en los que la ciudad debería haberse derrumbado, pero siempre, en el último momento, se recuperaba milagrosamente. Y estas recuperaciones a menudo coincidían con la desaparición de un «forastero» o un «indeseable». Las sensaciones que recogía de esos períodos eran oscuras, impregnadas de la textura de un ritual: un cántico bajo y gutural que se sentía como una cuerda gruesa y vibrante, y la textura de la sangre, siempre la misma sensación resbaladiza y fría.
La verdad que emergió era monstruosa. No se trataba de un solo asesinato en 1928. Era un patrón. Un pacto. Un sacrificio periódico para comprar la buena fortuna de la ciudad. El asesinato en el Orpheum no había sido un crimen pasional, sino una ceremonia. Habían sacrificado a su estrella más brillante en el apogeo de su gloria para alimentar a la ciudad.
Su investigación no pasó desapercibida. Un día, mientras intentaba acceder a los registros de propiedad del teatro en la oficina de planificación urbana, se topó con una mujer elegantemente vestida de unos sesenta años. Su traje era impecable, su cabello plateado recogido en un moño perfecto, y sus ojos eran de un azul pálido y gélido. Se presentó como Isadora Valerius, presidenta del Consejo de Preservación Histórica de Aethelburg.
—Señorita… ¿Moreno, verdad? La guía turística —dijo Isadora. Su voz era melódica, pero para Clara se sentía como el roce del hielo seco, quemando y enfriando al mismo tiempo—. He oído hablar de su… entusiasmo por los capítulos menos conocidos de nuestra ciudad.
—Solo soy una apasionada de la historia —respondió Clara, a la defensiva.
—Algunos capítulos están cerrados por una razón, querida —continuó Isadora, su sonrisa nunca llegó a sus ojos—. Preservan la integridad de la narrativa principal. El Orpheum, por ejemplo. Es una triste historia de decadencia económica. Una tragedia, pero sencilla. No hay necesidad de adornarla con fantasías macabras. Podría dañar la reputación de la ciudad. Y la suya.
La amenaza era tan sutil como una cuchillada. El aire alrededor de Isadora se sentía denso y pesado, cargado de una autoridad ancestral. Días después, Mateo la llamó, angustiado. Una tubería había reventado en el archivo durante la noche. Los registros de la década de 1920, junto con muchos documentos fundacionales de la ciudad, se habían reducido a una pulpa ilegible. Un accidente. Por supuesto.
Clara ahora sabía que estaba en peligro. Los Valerius. Los Sforza. Los Blanchard. Los nombres que había visto en los documentos de propiedad del Gremio de Comerciantes, en las placas de los patrones de la catedral. Eran las familias fundadoras. Y seguían al mando. Eran los guardianes del pacto.
El miedo era una textura constante ahora, una chaqueta de tela metálica áspera y fría que nunca podía quitarse. Pero debajo del miedo, había ira. Una furia fría por las vidas sacrificadas, borradas de la historia para que los ricos pudieran seguir siéndolo. Se dio cuenta de que su habilidad no era una maldición. Era un arma. Era la única que podía dar voz a los silenciados.
Investigando los viejos almanaques que Mateo había logrado salvar, descubrió el patrón final. Los sacrificios no eran aleatorios. Coincidían con una rara alineación astronómica, un evento que ocurría cada 95 años, el «Solsticio de la Sombra». El último había sido en junio de 1928. El próximo era en menos de una semana.
La ciudad lo necesitaba. Una recesión se cernía, el turismo había bajado, había protestas por el desempleo. La «suerte» de Aethelburg se estaba agotando. Estaban preparándose para renovar su pacto sangriento.
Pero, ¿quién sería la víctima? Tenía que ser alguien como la cantante del Orpheum. Un talento brillante, un forastero, alguien cuya luz pudiera ser cosechada. Y entonces, lo supo. Su sangre se heló, una sensación que ya conocía demasiado bien. Había un joven músico, un violinista llamado Leo, que tocaba en la Plaza Mayor. Era un genio, un prodigio que había llegado a Aethelburg hacía unos meses, sin familia ni conexiones. Su música era sublime; para Clara, se sentía como hilos de oro líquido y luz de luna. Y era un forastero. El sacrificio perfecto.
En los últimos días, había notado a Isadora Valerius observando a Leo desde la terraza de un café, su mirada depredadora apenas disimulada. Había visto a otros miembros de las familias fundadoras acercándose a él, ofreciéndole un «concierto privado» en una «ubicación especial». Lo estaban preparando.
La noche del Solsticio de la Sombra, el aire se sentía extrañamente delgado y resonante. Clara sabía a dónde llevarían a Leo. Al altar. Al Gran Teatro Orpheum.
Se coló de nuevo en el teatro, esta vez no por curiosidad, sino por un propósito mortal. El silencio del interior era aún más voraz, expectante. Se escondió en la oscuridad de uno de los palcos superiores, con vistas al escenario.
Poco después, llegaron. Isadora Valerius, al frente de una docena de hombres y mujeres, todos descendientes de las familias fundadoras. Sus rostros eran solemnes, decididos. Traían a Leo con ellos. El joven parecía confundido, pero halagado. Le dijeron que era un honor, que iba a realizar una actuación para revivir el espíritu del teatro.
Lo guiaron hasta el centro del escenario. Isadora se adelantó, sosteniendo una daga ceremonial de obsidiana. Su textura sensorial era tan fría y afilada que a Clara le dolió mirarla.
—Tu don, tu música —dijo Isadora a Leo, su voz una seda helada—, reavivará el alma de Aethelburg. Tu arte nos dará vida.
Comenzaron a cantar. Un cántico bajo y gutural, el mismo que Clara había sentido en sus exploraciones. La textura del sonido era aplastante, una red de cuerdas gruesas y pesadas que la inmovilizaba, que parecía absorber el aire de sus pulmones. Vio el terror finalmente amanecer en los ojos de Leo mientras entendía la verdad.
Era ahora o nunca.
Clara no gritó. Un grito la habría hecho vulnerable, la habría añadido a la cacofonía que ellos controlaban. En su lugar, salió de las sombras del palco y se apoyó en la barandilla de terciopelo raído, cerrando los ojos. Se concentró.
Puso sus manos en las viejas paredes de yeso del palco, en la madera, en el metal. Y en lugar de leer, proyectó.
Abrió los conductos de su mente y liberó todo lo que había sentido. Empujó la textura del disparo —esa daga de hielo puro— fuera de su memoria y hacia el aire del teatro. Lo mezcló con el grito de la cantante, esas mil agujas incandescentes. Añadió la textura fangosa del agotamiento del caballo, la avaricia metálica de los mercaderes, las mentiras aceitosas de los políticos, el miedo frío de cada sacrificio olvidado. Tejió todas las agonías secretas de Aethelburg en una sola onda de choque sensorial.
El efecto fue instantáneo. Los cantantes vacilaron. Sus propias voces, ahora contaminadas por los ecos que Clara había desatado, se convirtieron en una tortura para ellos mismos. La textura del ritual se agrió, se volvió contra ellos. Isadora se llevó las manos a las sienes, con el rostro contorsionado por un dolor que no era físico. El cántico se sintió como vidrio molido en sus gargantas. El peso de siglos de crímenes que habían ignorado ahora se derrumbaba sobre ellos, no como un concepto, sino como una sensación física e insoportable.
—¡Sientan! —la voz de Clara resonó en el teatro, no fuerte, pero con una intensidad que cortaba el aire. Se sentía como una hoja de pizarra afilada—. ¡Sientan lo que han hecho! ¡Sientan el precio de su prosperidad!
Presionó más fuerte, canalizando todo el dolor, toda la injusticia, hacia la piedra angular del pacto: el propio escenario. El suelo bajo los pies de los conspiradores pareció retorcerse. El ladrillo de la pared trasera, donde la primera sangre había sido derramada, emitió un gemido bajo y estructural, un sonido real esta vez. El gran pacto, una entidad parasitaria hecha de sonido y memoria, se estaba muriendo de indigestión.
Isadora dejó caer la daga, que resonó en el suelo de madera con un tintineo que se sintió, para todos, como una fractura de hueso. El ritual se rompió. El silencio depredador se desvaneció, reemplazado por un silencio normal y vacío. Leo, pálido y temblando, aprovechó el momento y echó a correr, desapareciendo por la parte trasera del escenario.
Los descendientes de las familias fundadoras se quedaron allí, rotos, jadeando, finalmente sintiendo el verdadero peso de su historia. La magia se había ido.
En los meses que siguieron, Aethelburg cambió. Perdió su brillo antinatural, su suerte improbable. Una crisis económica la golpeó con fuerza. Los turistas disminuyeron. Se convirtió en una ciudad más, con problemas reales y un futuro incierto. Algunos lo llamaron una maldición. Clara sabía que era una cura.
Ella también cambió. Su habilidad no desapareció, pero se calmó. El mundo ya no era un asalto sensorial constante. Podía controlar el flujo, abrirse o cerrarse a los ecos del pasado. Ya no estaba aislada por su don; lo había convertido en su propósito.
Una tarde de primavera, mucho después de que el escándalo silenciado del Orpheum se convirtiera en otro rumor olvidado, Clara caminaba por un barrio nuevo en las afueras de la ciudad. Pasó junto a un muro de ladrillos recién construido, liso y rojo. Por pura costumbre, rozó su superficie con las yemas de los dedos.
Y no sintió nada más que la agradable aspereza del ladrillo y el calor del sol. Nada de ecos. Nada de dolor. Solo el presente. Un silencio limpio. Y por primera vez en su vida, se sintió como el sonido de la paz.