El desierto de Sechura es un océano de arena que se traga la carretera Panamericana. Para Omar, un camionero veterano que transportaba pescado congelado desde Paita hasta Lima, era su oficina. Un paisaje monótono de dunas y espejismos bajo un sol que castigaba sin piedad. Conocía cada curva, cada bache, cada sanjón donde un conductor incauto podía volcar. Pero había un tramo, un trecho de veinte kilómetros al sur de Piura, que siempre le había parecido… extraño.
Los locales lo llamaban «El Salto del Tiempo». Decían que a veces, en las noches sin luna, la carretera cambiaba. Que las luces de otros coches desaparecían y que el asfalto parecía más antiguo. Omar siempre se había reído de esas historias. Eran cuentos de viejas para asustar a los viajeros.
Hasta la noche en que le ocurrió a él.
Era una noche de luna nueva, tan oscura que el desierto y el cielo se fundían en un solo abismo de tinta. Omar conducía su camión, un monstruo de dieciocho ruedas apodado «El Martillo», escuchando cumbia para no dormirse. De repente, las luces de los pocos coches que veía a lo lejos, tanto delante como detrás, parpadearon y se extinguieron. Su radio se llenó de estática. El motor del camión tosió, pero no se detuvo.
Y entonces, la carretera cambió. El asfalto liso y moderno se volvió agrietado, cubierto de una fina capa de arena. Los reflectores de los bordes desaparecieron. A los lados de la carretera, ya no había postes de teléfono, sino extrañas estructuras de adobe que se desmoronaban bajo las estrellas.
Omar frenó bruscamente. El Martillo se detuvo con un chirrido que sonó sacrílego en el silencio absoluto. Bajó de la cabina, con una linterna en la mano. El aire era diferente. Más seco, más puro. Y el cielo… el cielo estaba equivocado. Las constelaciones eran las mismas, pero brillaban con una intensidad feroz, sin la interferencia de la contaminación lumínica de ninguna ciudad.
Apuntó la linterna a una de las estructuras de adobe. Era una pequeña pirámide escalonada, decorada con murales descoloridos. Vio la imagen de un dios con colmillos de jaguar, Ai Apaec, el Decapitador.
Un terror frío, más antiguo que cualquier miedo que hubiera conocido, se apoderó de él. No estaba en el Perú del siglo XXI. El Salto del Tiempo era real. Había viajado al pasado. A la época de los Moches.
Su primer instinto fue dar la vuelta. Pero cuando miró hacia atrás, la carretera moderna había desaparecido. Solo había desierto. Estaba atrapado.
Decidió seguir adelante, con la esperanza de que el tramo terminara y lo devolviera a su tiempo. Condujo lentamente, sus faros cortando la oscuridad primordial.
Y entonces, los vio.
A la luz de sus faros, una procesión de figuras humanas caminaba por el borde de la antigua carretera. Iban vestidos con túnicas de algodón y llevaban antorchas. Al ver el camión, se detuvieron. Algunos cayeron de rodillas. Otros gritaron y huyeron hacia el desierto.
Omar apagó los faros, sumergiéndose en la oscuridad. Demasiado tarde. Lo habían visto.
Esperó, con el motor al ralentí, el corazón martilleando. Al amanecer, vio un asentamiento en la distancia. Una pequeña ciudad de adobe construida alrededor de una gran huaca, una pirámide ceremonial. Y desde la ciudad, un grupo de hombres se acercaba.
No parecían asustados. Parecían… reverentes. Eran guerreros, con cascos de cobre y porras. Pero no lo amenazaron. Se detuvieron a una distancia respetuosa y se postraron.
Un hombre mayor, evidentemente un sacerdote, se adelantó. Llevaba un tocado de plumas y un pectoral de oro que brillaba bajo el sol naciente. Habló en una lengua gutural que Omar no entendió.
Omar, sin saber qué más hacer, abrió la puerta de la cabina y bajó. Su altura, su ropa extraña, su piel más clara… para ellos, debía parecer un ser de otro mundo. Y su camión, El Martillo, esa bestia de metal que rugía y tenía ojos de luz, debía ser su montura divina.
El sacerdote se acercó y le ofreció una vasija de chicha. Omar, temblando, la aceptó y bebió.
En los días siguientes, fue tratado como un dios. Lo llevaron a la ciudad, le dieron los mejores aposentos, le ofrecieron comida, joyas, mujeres. Se comunicaban a través de dibujos en la arena. Él intentó explicarles que venía de otro tiempo, dibujando coches y aviones. Ellos parecían interpretar sus dibujos como representaciones del mundo de los espíosos.
El Martillo fue el centro de la adoración. Lo cubrieron de ofrendas: textiles, cerámica, cestas de maíz. Lo llamaban «La Bestia de Metal del Dios del Sol Poniente».
Omar, a pesar del miedo, comenzó a sentirse extrañamente cómodo. En su mundo, era un simple camionero, un don nadie. Aquí, era un dios. Tenía poder. Tenía respeto.
Pero pronto descubrió el precio de su divinidad.
Una semana después de su llegada, el sacerdote le mostró, a través de dibujos, que se avecinaba una gran ceremonia. Una celebración en su honor. Y en el centro del dibujo de la ceremonia, había una figura humana atada a un altar, y un sacerdote con un cuchillo. Un sacrificio.
Omar se negó. Sacudió la cabeza, dibujó una «X» sobre la imagen del sacrificio. El sacerdote lo miró con confusión. Intentó explicarle que los dioses, para mantener el orden del cosmos, necesitaban un pago. Necesitaban sangre. Y él, como el dios que era, debía presidir el ritual.
La noche de la ceremonia, llevaron a Omar a la cima de la huaca. Abajo, toda la población estaba reunida, cantando a la luz de las antorchas. En el centro de la plaza, atado a un poste, había un joven prisionero de una tribu rival.
El sacerdote le entregó a Omar un tumi, un cuchillo ceremonial de oro. La hoja brillaba, sedienta.
—No —dijo Omar, en español. Retrocedió.
La confusión en el rostro del sacerdote se convirtió en sospecha. Y luego, en ira. ¿Qué clase de dios se negaba a aceptar una ofrenda? ¿Era un dios débil? ¿O no era un dios en absoluto?
Los guerreros lo rodearon, sus porras ahora levantadas de forma amenazante.
Omar se dio cuenta de su terrible error. No podía ser un dios a medias. Tenía que aceptar su papel o ser destruido como un impostor.
Miró al joven prisionero, que lo miraba con ojos llenos de terror. Y supo que no podía hacerlo.
Corrió. Bajó por las escaleras de la pirámide, empujando a los guerreros. Corrió a través de la multitud atónita, hacia el lugar donde habían aparcado El Martillo.
Los guerreros lo persiguieron, gritando.
Saltó a la cabina. El motor, milagrosamente, arrancó. Encendió los faros, bañando la escena en una luz blanca y brutal. La multitud gritó, cegada.
Puso el camión en marcha y aceleró, derribando las ofrendas, aplastando las vasijas. Se dirigió hacia la antigua carretera, el único camino que conocía.
Detrás de él, los guerreros Moche, ahora convencidos de que era un demonio, no un dios, le lanzaban lanzas y piedras. Una lanza se clavó en el neumático delantero derecho. El camión comenzó a virar.
Omar luchó con el volante. Sabía que solo tenía una oportunidad. Tenía que encontrar el tramo de carretera que lo había traído aquí. Y tenía que ser de noche.
Condujo durante horas, con el neumático desinflado haciendo que el camión se tambaleara. El sol comenzó a ponerse. Y la luna… no salió. Era otra noche de luna nueva.
Y entonces, la vio. Delante de él, la carretera cambió. El asfalto agrietado se volvió liso. Vio los reflectores brillando a lo lejos. Su tiempo.
Pisó el acelerador. El Martillo rugió, cojeando hacia el futuro.
Pero cuando cruzó el umbral invisible, no estaba solo.
Miró por el espejo retrovisor. Un grupo de guerreros Moche, los más rápidos, se habían aferrado a la parte trasera del camión. Habían cruzado con él.
Omar frenó en seco en la Panamericana del siglo XXI. Los guerreros cayeron al asfalto, parpadeando, confundidos por las luces de un coche que se acercaba.
Omar no esperó a ver qué pasaba. Aceleró, dejando atrás la paradoja que había creado.
Llegó a Lima dos días después, con el camión lleno de abolladuras y una historia que nunca podría contar. Renunció a su trabajo. Vendió su camión. Intentó olvidar.
Pero a veces, en las noticias, veía informes extraños. Un grupo de hombres con armas primitivas, asaltando pueblos en el desierto de Sechura. Un nuevo culto que adoraba a los coches y sacrificaba llamas en las carreteras. Un lenguaje desconocido que los lingüistas no podían identificar.
Sabía que no había escapado. Solo había trasladado la guerra. Y en algún lugar del desierto, un puñado de guerreros del pasado estaban intentando entender un futuro que nunca debieron ver, liderados por un sacerdote que ahora sabía que los dioses no eran lo que parecían. Y que a veces, sangraban diésel.








