El tatuaje del dios murciélago

Un joven grafitero de Oaxaca se hace un tatuaje inspirado en un códice zapoteca del dios murciélago Camazotz. Por la noche, el tatuaje cobra vida, desprendiéndose de su piel para cometer actos terribles que él ve en sus sueños, solo para descubrir las noticias al día siguiente.

La piel de Leo era su lienzo. Un mapa de su vida contado en tinta y aguja. Tenía el horizonte de su barrio en el antebrazo, el rostro de su abuela en el pecho y un calendario azteca que le cubría la mitad de la espalda. Como grafitero, conocido en las calles de Oaxaca como «Sombra», su vida era una danza con las superficies. Pintaba muros, trenes y lienzos. Su propia piel era solo el más íntimo de ellos.

Buscando inspiración para su próximo gran mural, se sumergió en la biblioteca de la Casa de la Cultura. Allí, en un libro polvoriento sobre códices zapotecas, lo encontró. Era una representación de Camazotz, el dios murciélago. No era una deidad benévola. Era una criatura de la noche, la muerte y el sacrificio. Un ser con cuerpo de hombre y cabeza de murciélago, blandiendo un cuchillo de obsidiana. La imagen era aterradora, pero tenía una fuerza, una energía oscura que lo cautivó.

—Es perfecto —murmuró.

Esa misma semana, fue a ver a su tatuador, un anciano llamado Xicoténcatl que trabajaba en un pequeño local del mercado de Abastos y que era más un chamán que un artista.

—Esa es una sombra pesada para llevar en la piel, muchacho —le advirtió el viejo, mirando el dibujo—. Camazotz no es un adorno. Es una puerta. Y no siempre puedes controlar quién la cruza.

Leo se rio. —Solo es tinta, Xico. Un dibujo. Quiero que me cubra toda la espalda.

El proceso duró tres sesiones dolorosas. Xicoténcatl trabajó con una concentración ritual, usando tintas que él mismo mezclaba con pigmentos naturales. Cuando terminó, la obra era una obra maestra. El dios murciélago parecía vivo en la espalda de Leo, sus alas de tinta extendiéndose sobre sus omóplatos, sus ojos de obsidiana vacíos pareciendo observar desde un abismo.

La primera noche, el sueño fue increíblemente vívido. Soñó que volaba. No como un pájaro, sino como un murciélago, surcando los cielos nocturnos de Oaxaca. Podía sentir el viento en sus alas de cuero, ver la ciudad como un tapiz de luces y sombras. Podía oír los latidos de los corazones de la gente en las calles, un festín de ecos en la oscuridad.

Pero el sueño se tornó oscuro. Vio a un político local, un hombre conocido por su corrupción, saliendo de un bar de lujo. En el sueño, descendió en picado, una sombra silenciosa. Vio a través de los ojos de la criatura, vio el terror en el rostro del hombre, sintió el impacto, el calor de la sangre.

Se despertó empapado en sudor, con el corazón desbocado. El sueño había sido tan real que podía saborear el miedo en el aire. Se levantó y se miró en el espejo. El tatuaje estaba allí, inmóvil, una obra de arte inerte en su piel. Pero su espalda le ardía, como si hubiera sufrido una quemadura solar.

Esa mañana, las noticias locales estaban en ebullición. El político, Reginaldo Fuentes, había sido brutalmente asesinado. Su cuerpo fue encontrado en un callejón, con la garganta desgarrada. La policía estaba desconcertada. No había testigos, no había arma. El único detalle extraño, según un reportero, era que el cuerpo había sido completamente desangrado.

Leo sintió que el desayuno se le revolvía en el estómago. Era una coincidencia. Una horrible y macabra coincidencia.

La noche siguiente, el sueño se repitió. El vuelo, la caza. Esta vez, la presa era un conocido usurero del barrio, un hombre que había desahuciado a la familia de su mejor amigo. De nuevo, la visión fue a través de los ojos del cazador. El descenso, el ataque, la sangre.

Se despertó gritando. Corrió al baño. Su espalda estaba cubierta de arañazos finos, como si hubiera atravesado un arbusto espinoso. Y bajo sus uñas, había algo oscuro y seco. Sangre.

Las noticias de la mañana confirmaron su peor pesadilla. El usurero había sido asesinado. Mismo modus operandi. Garganta desgarrada. Cuerpo exangüe.

El pánico se apoderó de Leo. No era una coincidencia. De alguna manera, estaba conectado. ¿Era sonámbulo? ¿Tenía un trastorno de personalidad múltiple? ¿Se convertía en un monstruo por la noche? Pero no tenía la fuerza ni la habilidad para hacer algo así.

Esa noche, decidió no dormir. Se llenó de café y bebidas energéticas. Se sentó en su sala, con todas las luces encendidas, luchando contra el sueño. Pero alrededor de las tres de la mañana, el agotamiento lo venció. Se quedó dormido en el sofá.

El sueño fue diferente. No estaba volando. Estaba en su propio apartamento, de pie, mirando su espalda en el espejo. Y vio, con un horror que lo paralizó incluso en el sueño, cómo el tatuaje comenzaba a moverse. La tinta se arremolinaba, se oscurecía, ganando profundidad. Las alas se despegaron de su piel, como si fueran de un cuero húmedo. La figura de Camazotz, el dios murciélago, se arrancó de su espalda, dejando atrás un contorno rojo y sangrante.

La criatura, ahora una entidad tridimensional hecha de sombra y tinta, se giró. Era de su misma altura, pero más delgada, con la cabeza de un murciélago y ojos que eran vacíos de oscuridad. No lo miró. Simplemente, atravesó la pared de su apartamento y se desvaneció en la noche.

Leo se despertó en el sofá. El dolor en su espalda era insoportable. Se arrastró hasta el baño. La piel de su espalda era una herida abierta, un lienzo de carne viva con la silueta perfecta del tatuaje. No había tinta. Solo sangre.

Ahora lo entendía. No era él. Era el tatuaje. La advertencia de Xicoténcatl. «Es una puerta». Había invitado a algo a su vida, le había dado un ancla en su propia piel, y ahora, esa cosa salía a cazar por la noche. Era su doble oscuro, su sombra hecha carne.

Desesperado, fue a ver a Xicoténcatl. El anciano lo escuchó en silencio, asintiendo lentamente, sin sorpresa en sus ojos.

—La tinta que uso es antigua —dijo el tatuador—. Lleva la memoria de la tierra, la sangre de los sacrificios. Despertaste algo que dormía. Le diste forma. Le diste un hogar.

—Tienes que quitármelo, Xico. ¡Bórralo!

—No se puede borrar lo que ya no está en tu piel, muchacho. La sombra ahora tiene su propia vida. Pero vuelve a ti cada mañana, antes del amanecer, para alimentarse de tu fuerza vital. Por eso te sientes tan débil. Por eso la herida no sana.

—¿Qué puedo hacer? —suplicó Leo.

—Una sombra no puede existir sin su fuente. Si tú mueres, ella muere. O… si ella muere, tal vez tú puedas vivir. Tienes que enfrentarla. Tienes que reclamar lo que es tuyo.

Esa noche, Leo no intentó mantenerse despierto. Se preparó. En su mano, no sostenía una lata de aerosol, sino un cuchillo de obsidiana que había comprado en un mercado de artesanías, idéntico al que el dios murciélago sostenía en el códice.

Se durmió, y como esperaba, el sueño comenzó. Vio a la criatura de tinta desprenderse de su espalda herida. Pero esta vez, Leo no era un espectador pasivo. Se levantó en el sueño, su cuerpo onírico armado con el cuchillo.

—Ya no más —dijo, su voz resonando en el paisaje del sueño.

La criatura se giró hacia él por primera vez. Sus ojos vacíos lo estudiaron. No mostró miedo. Solo una curiosidad fría y depredadora.

La batalla que siguió no fue de este mundo. Se libró en los tejados oníricos de Oaxaca, bajo una luna que sangraba en el cielo. La criatura era rápida, etérea, sus garras de tinta rasgaban el aire. Leo luchaba con la torpeza de un mortal, pero con la desesperación de un hombre que lucha por su alma.

La criatura lo derribó. Se cernió sobre él, su rostro de murciélago a centímetros del suyo. Abrió la boca, revelando hileras de dientes afilados como agujas. Y entonces, habló. Con la voz de Leo.

—Somos uno —siseó—. Soy tu rabia. Tu resentimiento. Tu sombra. Los que maté… son los que tú, en el fondo de tu corazón, deseabas que sufrieran. Yo solo cumplo tus deseos más oscuros.

Leo lo miró a los ojos, a esos vacíos de oscuridad, y comprendió. La criatura no era un dios antiguo. Era él. Su propia oscuridad, a la que le había dado forma y poder.

—No —dijo Leo, con una nueva determinación—. Tú eres mi miedo. Y ya no te tengo miedo.

Con un último esfuerzo, clavó el cuchillo de obsidiana en el pecho de la criatura.

No hubo un grito. Solo un susurro, como el de la tinta derramándose sobre el papel. La criatura se disolvió, no en sangre, sino en un charco de tinta negra y espesa que fue absorbida por el suelo del sueño.

Leo se despertó. El sol de la mañana entraba por su ventana. Se tocó la espalda. El dolor había desaparecido. Corrió al espejo.

La piel de su espalda estaba lisa, pálida, sin una sola marca. No había herida. No había cicatriz.

Y no había tatuaje.

Se sintió libre. Ligero. Salió a la calle, sintiendo el sol en su piel. El mundo parecía más brillante, más real.

Pasó por un callejón y vio uno de sus viejos grafitis, una obra colorida y llena de vida. Pero algo había cambiado. Sobre su firma, «Sombra», alguien —o algo— había pintado una nueva figura.

Era pequeña, casi imperceptible. Una silueta negra con forma de murciélago.

Leo se quedó mirando la pequeña marca, y un escalofrío recorrió su espalda ahora limpia. Se había librado de la criatura en su piel. La había derrotado en sus sueños. Pero se dio cuenta de que no la había destruido. Solo la había liberado. Y ahora, su sombra ya no necesitaba un anfitrión. Estaba suelta en el mundo, una mancha de oscuridad en la ciudad que él tanto amaba. Y llevaba su firma.

Leave a Reply

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *