El silbido que borra

Un sonidista en México D.F. graba el audio de un silbato de la muerte azteca para un documental. Al reproducirlo, descubre que el sonido no solo se borra del disco duro, sino también de la memoria de quien lo escucha, desatando un arma sónica de olvido absoluto.

El silencio era el lienzo de Simón. Como diseñador de sonido para documentales, su trabajo consistía en pintar con el ruido del mundo. El zumbido de un colibrí, el crujido de un glaciar, el murmullo de una multitud en el Zócalo. Era un cazador de ecos, un archivista de vibraciones. Su estudio, un búnker insonorizado en el corazón de la colonia Roma, era un templo dedicado a la escucha.

El proyecto actual era «Ecos de Anáhuac», un documental ambicioso sobre la ingeniería acústica de las civilizaciones prehispánicas. Habían grabado el aplauso que imita el canto del quetzal en Chichén Itzá y los susurros que viajan por las plazas de Teotihuacán. Pero la pieza central, el santo grial, era el ehecatl cohuatl, el silbato de la muerte azteca.

La pieza original, recién desenterrada cerca del Templo Mayor, era una obra de arte macabra: una calavera de arcilla negra de la que emergían dos tubos. Los arqueólogos del INAH, celosos de su hallazgo, solo les permitieron una sesión de grabación de una hora, en una cámara anecoica del Museo Nacional de Antropología.

—Produce un sonido que imita el grito de una persona en agonía —les explicó la doctora Alavez, una mujer severa con la mirada de quien ha visto demasiados secretos desenterrados—. Se cree que lo usaban para aterrorizar a sus enemigos en la batalla. Un arma psicológica.

Simón colocó sus micrófonos de alta sensibilidad, los Neumann U 87, como si fueran ofrendas a un dios oscuro. El técnico del museo, un joven con guantes de látex, sopló suavemente en el silbato.

El sonido que llenó la cámara no fue un grito. Fue algo mucho peor. Fue el sonido del desgarro. El sonido del aire siendo torturado, de la física rindiéndose. Tenía frecuencias que arañaban el borde del espectro audible y armónicos que parecían resonar directamente en el esternón. Duró apenas diez segundos, pero cuando terminó, el silencio que dejó atrás era más pesado, más profundo que antes.

—Increíble —susurró Simón, revisando los niveles en su grabadora. La forma de onda en la pantalla era una monstruosidad, llena de picos y valles imposibles.

De vuelta en su estudio, Simón se sintió como un niño en la mañana de Reyes. Aisló la grabación, la limpió de cualquier ruido residual y se preparó para escucharla en su sistema de sonido de referencia. Se puso los auriculares, cerró los ojos y le dio al play.

El grito de arcilla llenó su cabeza. Sintió cómo las vértebras de su cuello vibraban. Fue una experiencia visceral, abrumadora. Cuando terminó, se quitó los auriculares, con el corazón latiendo con fuerza. Miró la pantalla.

El archivo de audio, «SILBATO_TOMA_01.wav», seguía allí. Pero la forma de onda había desaparecido. La línea era plana. Cero. Silencio.

Frunció el ceño. ¿Un error del software? Imposible, su sistema era a prueba de fallos. Intentó reproducirlo de nuevo. Nada. Silencio absoluto. El archivo estaba corrupto. O peor, vacío.

—Mierda —masculló. Por suerte, tenía una copia de seguridad en un disco duro externo. Conectó el disco, encontró el archivo de respaldo y lo arrastró al proyecto. La forma de onda monstruosa apareció de nuevo. Suspiró aliviado.

Decidió analizar el espectro de frecuencias antes de volver a escucharlo. Abrió el analizador y observó fascinado cómo el software mapeaba la complejidad del sonido. Había infrasonidos por debajo de los 20 Hz y ultrasonidos que superaban los 40 kHz. Era un arma sónica en todo el sentido de la palabra.

Mientras trabajaba, su teléfono sonó. Era Ana, la directora del documental.

—Simón, ¿cómo va el sonido del silbato? Estoy ansiosa por escucharlo.

—Es increíble, Ana. Una locura. Aunque tuve un problema raro, el archivo se borró después de que lo escuché.

Hubo una pausa en la línea. —¿Qué archivo? —preguntó Ana.

—El del silbato. El que grabamos esta mañana.

—Simón… ¿de qué estás hablando? Hoy no grabamos nada. La sesión en el museo es mañana.

Simón se quedó helado. Miró el calendario de su computadora. Marcaba martes, 14 de mayo. La sesión era el 15. Sintió un vértigo repentino.

—No, Ana, fue hoy. Lo recuerdo perfectamente. La doctora Alavez, el técnico…

—No sé de qué hablas. Hablé con Alavez hace una hora para confirmar lo de mañana. ¿Te sientes bien?

Colgó el teléfono, con la mano temblando. ¿Se lo había imaginado todo? ¿Un sueño increíblemente vívido? Pero entonces, ¿de dónde había salido el archivo de audio que estaba en su pantalla?

Miró el archivo «SILBATO_TOMA_01.wav». Y un terror frío, más profundo que cualquier infrasonido, se apoderó de él.

El silbato no borraba el archivo. Borraba el recuerdo.

El sonido no era un arma psicológica para aterrorizar al enemigo. Era un arma mnemónica. Un borrador de la realidad. Al escucharlo, no solo había corrompido el archivo de audio, había borrado de su propia mente el evento de la grabación. Y, por extensión, de la mente de Ana, que había estado en contacto con él. Era como una onda expansiva de olvido.

Se levantó y caminó por su estudio, intentando ordenar sus pensamientos. Si la grabación era mañana, ¿cómo tenía el archivo? La única explicación era una paradoja. Había grabado el sonido, lo había escuchado, había olvidado la grabación, y ahora estaba a punto de ir a grabar el sonido que ya tenía.

Su mirada se posó en el disco duro externo. La copia de seguridad. La única prueba de que no estaba loco.

Una idea terrible se formó en su mente. ¿Qué pasaría si alguien más escuchara el sonido? ¿El olvido se propagaría?

Llamó a su asistente, un joven becario llamado Mateo.

—Mateo, necesito que vengas al estudio. Es urgente.

Cuando Mateo llegó, Simón ya tenía el experimento preparado.

—Siéntate —le dijo, señalando la silla de cliente—. Quiero que escuches algo y me digas qué te parece.

Puso el archivo en bucle y se lo reprodujo a Mateo a través de los altavoces, a un volumen bajo. El grito llenó la habitación. Mateo se estremeció.

—Qué es eso, parece… horrible.

—Bien. Ahora, necesito que me envíes un correo con el archivo que te acabo de mandar. El asunto debe ser «Prueba de sonido».

Mateo asintió, sacó su teléfono y envió el correo.

—Perfecto. Ahora, espera aquí.

Simón salió del estudio y fue a la cocina. Esperó cinco minutos. Volvió a entrar. Mateo estaba mirando su teléfono, aburrido.

—Hola, Simón. ¿Necesitabas algo?

—Sí. ¿Recibiste mi correo?

—¿Qué correo? —preguntó Mateo, frunciendo el ceño.

—El que te pedí que me enviaras hace cinco minutos.

—No me has pedido que te envíe ningún correo. Acabo de llegar.

Simón sintió que el suelo se abría bajo sus pies. Revisó su propia bandeja de entrada. No había ningún correo de Mateo. Revisó la carpeta de enviados de Mateo. Estaba vacía.

El sonido no solo borraba el recuerdo. Borraba el evento mismo. Era una herramienta de edición de la realidad. El correo no había sido olvidado; nunca había sido enviado. La acción, contaminada por el eco del sonido, había sido anulada, extirpada del tejido del tiempo.

Los aztecas no usaban esto en la batalla para asustar a sus enemigos. Lo usaban en sus rituales. ¿Para qué? ¿Para borrar un sacrificio? ¿Para anular una profecía fallida? ¿Para reescribir la historia a su antojo?

Se dio cuenta del poder aterrador que tenía en sus manos. Un sonido que podía borrar un error, un crimen, una persona.

La curiosidad, esa enfermedad incurable, lo consumió. ¿Qué tan lejos llegaba el efecto?

Abrió un documento de texto y escribió: «Mi nombre es Simón Mendoza».

Reprodujo el sonido.

Miró la pantalla. El documento estaba en blanco.

Miró su cartera. Su identificación. El nombre seguía allí. El efecto parecía ser local, contextual. Borraba la acción, no la identidad. Pero, ¿por cuánto tiempo? ¿Cuántas exposiciones se necesitaban para borrar algo… permanentemente?

Pasó la noche experimentando, con una mezcla de fascinación y horror. Descubrió que el efecto era más fuerte en los medios digitales. El sonido era un pulso de borrado entrópico. Deshacía la información. Y la memoria humana, al fin y al cabo, no es más que información almacenada en una red neuronal.

A la mañana siguiente, se despertó con una idea clara y terrible. Tenía que destruir el archivo. Era demasiado peligroso.

Fue a su estudio. Se sentó frente a la computadora. Y se quedó en blanco.

¿Qué iba a hacer?

No lo recordaba.

Miró la pantalla. Había un proyecto de audio abierto. Un archivo llamado «SILBATO_TOMA_01.wav». La forma de onda era una línea plana. Un archivo vacío.

—Qué raro —murmuró—. Debo haberlo borrado por accidente.

Miró su calendario. Martes, 14 de mayo. Ah, no. Miércoles, 15 de mayo. La grabación en el museo. Casi se le olvida.

Se levantó, cogió su equipo y salió del estudio. Mientras cerraba la puerta, no se dio cuenta de que el disco duro externo, conectado a su computadora, parpadeaba con una luz tenue. Dentro, a salvo, una copia del archivo esperaba pacientemente.

Llegó al museo. La doctora Alavez lo saludó.

—Listo para hacer historia, Simón?

—Listo —respondió él, con una extraña sensación de déjà vu.

Entraron en la cámara anecoica. Simón preparó sus micrófonos. El técnico, con guantes de látex, se preparó para soplar en el silbato.

Y entonces, el teléfono de Simón vibró. Era una notificación de su sistema de seguridad en casa. Una alerta de sonido. Su estudio, el búnker insonorizado, había detectado un ruido por encima de los 100 decibelios.

Abrió la aplicación de la cámara de seguridad. La imagen mostraba su estudio vacío. Pero podía oír el sonido a través del micrófono del teléfono.

Era el grito. El grito de arcilla. A todo volumen.

Alguien había entrado en su estudio. Alguien había encontrado el archivo.

Miró a la doctora Alavez, al técnico, al silbato en su pedestal. Era una trampa. Lo habían hecho venir aquí para mantenerlo ocupado.

—¿Quién más sabe de esto? —preguntó Simón, su voz apenas un susurro.

La doctora Alavez sonrió, una sonrisa que no llegó a sus ojos. —El sonido es conocimiento, Simón. Y cierto conocimiento debe ser… contenido. A veces, la mejor manera de guardar un secreto no es esconderlo, sino borrarlo.

Simón se dio cuenta de la verdad. No querían grabar el sonido. Querían usar el sonido que él ya tenía para borrar algo. ¿Pero qué?

En ese momento, el técnico no sopló el silbato. Sacó un pequeño altavoz Bluetooth de su bolsillo y le dio al play.

El grito llenó la pequeña cámara anecoica, amplificado, distorsionado. Simón se tapó los oídos, pero era inútil. El sonido lo atravesó.

Sintió cómo su mente se deshacía. El recuerdo de esa mañana. El recuerdo de su nombre. El recuerdo de… todo.

Cuando el sonido se detuvo, Simón Mendoza estaba de pie en medio de la habitación, parpadeando. Miró a la doctora Alavez y al técnico. No los reconoció. Miró el equipo de grabación. No sabía para qué servía.

—¿Quién… quién soy? —preguntó, su voz temblando.

La doctora Alavez le puso una mano en el hombro. —Eres un hombre que ha sufrido un terrible shock. Pero no te preocupes. Te cuidaremos. Tenemos un lugar para la gente que ha olvidado demasiado.

Mientras lo sacaban del museo, Simón tuvo una última y fugaz imagen mental. La forma de onda. La monstruosa firma de un sonido que devoraba la realidad. Y entendió el propósito final de los aztecas. No era para reescribir la historia. Era para defenderse de algo. Algo que solo podía ser derrotado si era completamente olvidado. Un enemigo que moría si nadie recordaba su nombre.

Y ahora, el silbato estaba en manos de gente que no quería proteger a la humanidad. Querían decidir qué partes de ella merecían ser recordadas.

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