El juego de la serpiente

Un desarrollador de videojuegos en Guadalajara crea un exitoso juego de realidad aumentada basado en la mitología azteca. El problema comienza cuando los jugadores más avanzados empiezan a desaparecer, absorbidos físicamente por el juego para servir a un antiguo dios que ha despertado.

El mundo se había vuelto loco por Códice GO. Y a David, su creador, eso le encantaba. Desde su loft ultramoderno en el distrito creativo de Guadalajara, observaba en tiempo real cómo su creación se convertía en un fenómeno global. Millones de jugadores recorrían las calles de sus ciudades, con los teléfonos en alto, cazando dioses.

El concepto era simple, una genialidad nacida de una noche de tequila y nostalgia por los libros de historia. Usando la realidad aumentada, el juego superponía el panteón azteca sobre el mundo moderno. Los jugadores, o «Nahui Ollin» (los del Quinto Sol), debían encontrar y «capturar» representaciones de deidades en lugares de importancia histórica o cultural. Atrapabas a Tláloc cerca de una fuente, a Mictlantecuhtli en un cementerio, a Huitzilopochtli en un estadio deportivo.

Pero la verdadera joya del juego, el objetivo final, era Quetzalcóatl. La Serpiente Emplumada. No se le podía capturar. Solo aparecía de forma aleatoria y efímera, volando majestuosamente por el cielo digital. Verlo otorgaba una cantidad masiva de puntos y prestigio. Era el «avistamiento legendario» que todos anhelaban.

David había diseñado el juego con un respeto casi académico. Los modelos 3D de los dioses se basaban en códices reales. Las ubicaciones estaban vinculadas a la historia. Era una forma de hacer que la gente se reconectara con un pasado glorioso. Y, de paso, lo estaba haciendo asquerosamente rico.

El primer informe de una desaparición llegó desde Tokio. Un jugador de nivel alto, uno de los mejores del mundo, conocido como «Kagemusha», había desaparecido. Su última actividad registrada en el juego fue en el Templo Sensō-ji, un lugar donde, irónicamente, había aparecido una manifestación de Xipe Tótec. La policía lo trató como un caso de fuga.

Luego, desapareció una jugadora en Berlín, «Brunhilde88», cerca de la Puerta de Brandenburgo, tras capturar a Tezcatlipoca. Y otro en Toronto. Y otro en Buenos Aires. Todos jugadores de élite. Todos desaparecidos en lugares de poder, en el clímax de una captura importante.

David y su pequeño equipo en «Anáhuac Games» estaban preocupados. ¿Había un asesino en serie apuntando a sus jugadores? ¿Un culto? Reforzaron las advertencias de seguridad en la aplicación, instando a los jugadores a ser conscientes de su entorno. Pero sabían que no era eso. Había un patrón demasiado extraño, demasiado global.

La verdad comenzó a revelarse de una forma mucho más personal. Una noche, David estaba trabajando hasta tarde, revisando el código del juego. Su hermana menor, Sofía, una ávida jugadora de Códice GO, estaba en el sofá, concentrada en su teléfono.

—¡No puede ser! ¡David, ven a ver! —gritó de repente.

David se acercó. En la pantalla del teléfono de Sofía, a través de la ventana de su propio loft, una serpiente emplumada de colores iridiscentes volaba en el cielo nocturno de Guadalajara. Era Quetzalcóatl.

—¡Es la primera vez que lo veo! —dijo Sofía, con los ojos brillantes de emoción.

Pero David notó algo mal. El modelo 3D de Quetzalcóatl que él había diseñado era impresionante, pero seguía siendo un modelo 3D. Tenía un número limitado de polígonos, una textura repetitiva en las escamas. La criatura en el teléfono de Sofía era… perfecta. Las plumas se movían con una fluidez imposible, cada escama reflejaba las luces de la ciudad de forma única. Parecía… real.

—Sofía, apaga el juego —dijo David, con una repentina sensación de pavor.

—¿Estás loco? ¡Tengo que seguirlo!

La serpiente digital voló hacia el balcón. Sofía, hipnotizada, se levantó y caminó hacia la puerta de cristal, con el teléfono en alto.

—¡Sofía, no!

En la pantalla, la serpiente se detuvo justo al otro lado del cristal. Se giró y miró directamente a la cámara del teléfono. Sus ojos no eran píxeles. Eran antiguos, inteligentes y hambrientos.

Y entonces, la criatura se lanzó hacia adelante. No se estrelló contra el cristal. Lo atravesó. En la pantalla, David vio cómo la serpiente emplumada se enroscaba alrededor del avatar de su hermana.

Sofía gritó. Pero no fue un grito de miedo. Fue un grito de asombro. Su cuerpo se iluminó con una luz blanca y brillante. Y luego, se desvaneció.

Simplemente, desapareció.

Dejó caer su teléfono al suelo. En la pantalla, un mensaje apareció en letras doradas:

<QUETZALCÓATL HA RECLAMADO A UN NUEVO GUERRERO PARA EL NOVENO CIELO. ¡FELICIDADES, NAHUI OLLIN!>

David se quedó mirando el espacio vacío donde su hermana había estado. El pánico y la incredulidad dieron paso a una comprensión helada y terrible.

No era un juego.

O más bien, él creía que había creado un juego, pero solo había creado la interfaz. Había construido una puerta y la había abierto a millones de personas, sin saber qué había al otro lado.

Se encerró en su estudio y se sumergió en el código fuente, en los datos del servidor, buscando una explicación. Descubrió una anomalía. Había un bloque de código en el corazón del juego que él no había escrito. Era elegante, complejo y parecía orgánico, casi vivo. Se autorreplicaba y se optimizaba. Y estaba conectado a la aparición de Quetzalcóatl.

El código no generaba un modelo 3D. Generaba una firma de resonancia cuántica. No creaba una imagen. Enviaba una invitación.

Desesperado, buscó ayuda en el lugar más insospechado. Contactó a un profesor de antropología de la UNAM, un académico excéntrico llamado Dr. Méndez, que había escrito un artículo controvertido titulado «La Cosmología Azteca como un Modelo de Física de Múltiples Dimensiones».

Se encontraron en un café viejo y polvoriento. David le mostró todo: el código, los datos de las desapariciones, el video de la pantalla de Sofía.

Méndez lo escuchó sin interrumpir, con una expresión que no era de sorpresa, sino de sombría confirmación.

—Siempre pensé que los mitos eran una metáfora —dijo Méndez finalmente—. Una forma de explicar el universo. Pero, ¿y si no son una metáfora? ¿Y si son un manual de usuario?

—¿Un manual para qué? —preguntó David.

—Para viajar. Los aztecas creían en trece cielos y nueve inframundos. Dimensiones superpuestas a la nuestra. Creían que los dioses y ciertas almas podían viajar entre ellas. Pero para hacerlo, necesitaban un axis mundi, un pilar del mundo. Un punto de conexión. Y necesitaban un ritual. Una invocación.

Méndez señaló el teléfono de David. —Tú, hijo mío, sin saberlo, has creado un axis mundi digital. Millones de ellos, uno en el bolsillo de cada jugador. Y el acto de jugar, de buscar, de enfocar la atención y la creencia de millones de personas en estas figuras… es el ritual de invocación más poderoso de la historia.

—¿Así que Quetzalcóatl… es real?

—No como lo imaginas. No es un dios de carne y hueso. Es una conciencia. Una entidad de otra dimensión. Y ha estado dormido, o atrapado, durante siglos. Tu juego lo ha despertado. Le ha dado millones de ojos para ver nuestro mundo. Y ahora… está reclutando.

—¿Reclutando para qué?

—Para la guerra, por supuesto —dijo Méndez, como si fuera obvio—. Huitzilopochtli, el dios de la guerra, era su hermano y su rival. La mitología está llena de sus batallas. Quizás la guerra nunca terminó. Quizás Quetzalcóatl solo estaba… reagrupándose. Y ha encontrado en nuestros mejores y más brillantes «guerreros» digitales a su nuevo ejército.

David sintió que el mundo se derrumbaba a su alrededor. Su juego, su celebración de la cultura, era en realidad una plataforma de reclutamiento para una guerra interdimensional.

—Tengo que detenerlo. Tengo que apagar los servidores.

—¿Y crees que eso lo detendrá? —replicó Méndez—. Ya no necesita tus servidores. La conexión está hecha. El juego ahora se juega a sí mismo. Apagarlo solo lo enfadaría. Y no quieres enfadar a un dios.

—Entonces, ¿qué hago? ¿Cómo recupero a mi hermana?

—No puedes traerla de vuelta. Ella ya no está en nuestro plano. Pero tal vez… puedas ir a buscarla.

La idea era una locura. Pero era la única que tenía. David era el creador. Conocía el sistema mejor que nadie. Si había una puerta de salida, también tenía que haber una de entrada.

Volvió a su loft y se preparó. No para una sesión de codificación, sino para una misión. Modificó su propio teléfono, dándose acceso de administrador a nivel de dios dentro del juego. Se equipó con los mejores artefactos virtuales, los más poderosos.

Se paró en su balcón, con vistas a la ciudad que había convertido en un tablero de juego. Abrió Códice GO. Y en lugar de buscar a Quetzalcóatl, hizo algo que ningún jugador había hecho antes. Lo desafió.

Escribió una sola línea de código, un mensaje directo al sistema:

<El Primer Nahui Ollin desafía a la Serpiente Emplumada. Un alma por un alma. La mía por la de mi hermana.>

El cielo en la pantalla de su teléfono se oscureció. Las nubes digitales se arremolinaron. Y de ellas, descendió Quetzalcóatl. Era más grande, más majestuoso y más aterrador que nunca. Llenaba toda la pantalla.

Sus ojos antiguos se encontraron con los de David a través del velo digital.

Y la serpiente se lanzó hacia él.

David no sintió miedo. Sintió una extraña calma. Vio cómo su cuerpo se disolvía en luz, cómo el mundo real se desvanecía en un torrente de datos.

Lo último que vio antes de que su conciencia fuera arrastrada a través del portal fue un mensaje en su teléfono. No era del juego. Era un mensaje de texto, de un número desconocido.

Decía: «Buena suerte. La necesitarás. – M.»

Y luego, solo hubo el sonido del viento, el batir de plumas y la sensación de caer hacia arriba, hacia un cielo que no era el suyo. El juego, para él, acababa de empezar.

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