Julián Valdivia era un hombre de rutinas. Un hombre beige en una ciudad de colores explosivos. Cada mañana, tomaba el ascensor Polanco para bajar desde su cerro al plan de Valparaíso. Compraba una marraqueta con palta en el mismo quiosco de la Plaza Sotomayor. Trabajaba ocho horas como contador en una oficina con vistas a los contenedores del puerto. Su vida era un bucle predecible, un algoritmo de mediocridad reconfortante. Hasta el martes en que el bucle comenzó a tartamudear.
El primer glitch fue trivial. Mientras caminaba hacia la oficina, vio a una mujer con un abrigo rojo brillante tropezar y dejar caer una bolsa de naranjas. Las frutas rodaron por el pavimento en una explosión de color. Julián se agachó para ayudarla a recogerlas. Ella le dio las gracias con una sonrisa cansada y siguió su camino. Un minuto después, al doblar la esquina, volvió a ver a la misma mujer del abrigo rojo. Tropezó de nuevo. La misma bolsa. Las mismas naranjas rodando por el mismo pavimento.
Julián se quedó paralizado. La mujer, idéntica a la primera, recogió sus naranjas sin que nadie la ayudara y desapareció entre la multitud. Él lo atribuyó a una extraña coincidencia, a dos mujeres idénticas con una inexplicable torpeza. Pero la sensación de irrealidad, como un eco visual, se le quedó pegada a la piel.
El segundo glitch ocurrió en la oficina. Su jefe, el señor Araya, entró en su cubículo.
—Julián, necesito el informe de gastos del trimestre pasado para la una. Es urgente.
—Por supuesto, señor Araya. Lo tendrá en su escritorio —respondió Julián.
Araya asintió y se fue. Julián se puso a trabajar. Cinco minutos después, Araya volvió a entrar en su cubículo, con la misma expresión de urgencia.
—Julián, necesito el informe de gastos del trimestre pasado para la una. Es urgente.
Julián lo miró, confundido. —¿Me lo acaba de pedir, no?
Araya frunció el ceño. —¿De qué hablas, Valdivia? Es la primera vez que te lo pido hoy. ¿Estás bien?
Julián tartamudeó una disculpa. El resto del día, se sintió como si caminara sobre una película mal montada. Las conversaciones tenían ecos. Los objetos parecían vibrar en la periferia de su visión.
Esa noche, en su pequeño apartamento con vistas a los techos de calamina, el fenómeno se intensificó. Mientras se preparaba un té, dejó la taza sobre la mesa de la cocina. Al volverse, había dos tazas. Idénticas. Ambas humeaban. Cogió una, sintiendo su calor. Era sólida. Real. La otra también. Se quedó mirando las dos tazas, con el corazón latiendo desbocado. No era su imaginación. La realidad se estaba duplicando a su alrededor.
Los días siguientes fueron un descenso a una locura cuántica. Las repeticiones se volvieron más frecuentes y complejas. Vivió la misma conversación de tres minutos con su vecina tres veces seguidas. Encontró tres copias de su periódico matutino en la puerta. Un día, al mirar por la ventana, vio tres versiones de sí mismo subiendo al ascensor Polanco, cada una con una diferencia de segundos respecto a la otra.
Empezó a pensar que se estaba volviendo loco. Un tumor cerebral. Esquizofrenia de inicio tardío. Pero todo se sentía demasiado real, demasiado físico. Las tazas duplicadas no desaparecían. Podía romper una y la otra seguía allí.
Desesperado, empezó a investigar. Buscó en foros de internet sobre fenómenos extraños, esperando encontrar a otros como él. Encontró historias de fantasmas, de abducciones, pero nada que encajara con su experiencia. Hasta que, en un rincón oscuro de la red, en un foro de física teórica para aficionados, encontró un post.
El autor, un usuario anónimo llamado «Cronos_Observer», describía un experimento hipotético. El «Efecto de Superposición Localizada de Valparaíso» (ESLV). La teoría postulaba que si se creaba una fisura dimensional microscópica, no se abriría un portal a otro universo, sino que se superpondrían varias «capas» de la misma realidad en un área localizada. Diferentes líneas de tiempo, con variaciones mínimas, colapsando en el mismo espacio. El post terminaba con una advertencia escalofriante: «Un sujeto atrapado en el nexo de la superposición experimentaría una desintegración progresiva de la causalidad. Su realidad se deshilacharía. Se convertiría en un fantasma en su propia vida, repetido hasta el infinito».
Y luego, la última línea, que hizo que a Julián se le helara la sangre: «El epicentro teórico de tal evento, debido a las anomalías gravitacionales únicas de la región, sería el Cerro Polanco».
Julián vivía en el Cerro Polanco.
Dejó de ser una víctima pasiva. Se convirtió en un investigador de su propia existencia fragmentada. Empezó a tomar notas, a documentar los glitches. Descubrió patrones. Las repeticiones no eran aleatorias. Eran ecos de decisiones. Si dudaba entre tomar el autobús o caminar, a veces veía una versión de sí mismo haciendo lo contrario en la calle de al lado. La realidad se estaba ramificando, y él estaba atrapado en el punto de ramificación.
Su investigación lo llevó a un nombre: el Centro Interdisciplinario de Neurociencia de la Universidad de Valparaíso (CINV). Un prestigioso instituto de investigación ubicado en el cerro vecino. Se hizo pasar por un periodista y consiguió una entrevista con su director, el doctor Matías Valenzuela, un hombre brillante y carismático.
—¿Fisura dimensional? ¿Superposición de realidades? —Valenzuela se rio, una risa afable que no encajaba con la intensidad de sus ojos—. Señor… Rojas —dijo Julián, usando un nombre falso—, eso es ciencia ficción. Aquí estudiamos el cerebro, no el multiverso.
Pero mientras hablaba, Julián notó algo. En la muñeca de Valenzuela, había dos relojes. Idénticos. Uno marcaba la hora correcta. El otro estaba adelantado tres segundos. Un glitch personal.
Esa noche, Julián usó sus habilidades de contador para hackear los servidores del CINV. No buscaba datos de proyectos. Buscaba informes de gastos. Y lo encontró. Un proyecto secreto, con un presupuesto astronómico, llamado «Proyecto Eco». Financiado no por la universidad, sino por un consorcio militar internacional. El objetivo: «Manipulación de la probabilidad cuántica para la predicción de resultados estratégicos». Estaban intentando mirar los futuros posibles. Y para hacerlo, habían roto el presente.
El epicentro del experimento, según las coordenadas de los informes, era una antena de microondas disfrazada de torre de telefonía móvil, a doscientos metros del apartamento de Julián.
Ahora lo entendía. No estaba loco. Era el paciente cero. El habitante de la zona cero de un Chernóbil dimensional.
La situación empeoró. Las versiones de sí mismo se volvieron más sólidas, más conscientes. Un día, al llegar a casa, encontró a otro Julián sentado en su sofá, leyendo su libro. El otro Julián levantó la vista, sus ojos llenos del mismo pánico y confusión.
—¿Quién eres tú? —preguntaron ambos al unísono.
Salieron corriendo del apartamento, cada uno en una dirección diferente.
La ciudad se convirtió en un laberinto de espejos. Veía ecos de sí mismo por todas partes. Un Julián que había decidido comprar café. Un Julián que había perdido el autobús. Un Julián que, en un ataque de desesperación, se había tirado desde el muelle Prat. Vio su propio cuerpo flotando en el agua, rodeado de pelícanos. Y mientras lo observaba, horrorizado, otro Julián se detuvo a su lado y le puso una mano en el hombro.
—Es terrible, ¿verdad? —dijo el recién llegado—. Es la cuarta vez que lo veo hoy.
Julián se dio cuenta de que su conciencia se estaba fracturando, repartiéndose entre sus diferentes versiones. Ya no era un individuo. Era un comité. Una multitud.
Sabía que solo había una forma de detenerlo. Tenía que destruir la antena.
Reunió a tres de sus «yo» más estables. Fue la reunión más extraña de la historia. Cuatro hombres idénticos, sentados alrededor de una mesa en un bar vacío, planeando un acto de sabotaje. Cada uno recordaba fragmentos diferentes del pasado reciente, y juntos, podían reconstruir una imagen más o menos coherente de la realidad.
—Yo recuerdo cómo desactivar las alarmas. Lo vi en un documental —dijo Julián 2.
—Yo sé de explosivos. Mi abuelo trabajaba en la minería —dijo Julián 3.
—Y yo… yo tengo la llave de la caseta. La robé ayer. O mañana. Ya no estoy seguro —dijo Julián 4.
Esa noche, bajo la niebla porteña, los cuatro Julián subieron al Cerro Polanco. Trabajaron en un silencio sincronizado, una coreografía de la desesperación. Desactivaron la alarma, forzaron la puerta y colocaron los explosivos caseros en la base de la antena.
Mientras preparaban el temporizador, apareció el doctor Valenzuela, flanqueado por dos guardias de seguridad.
—Sabía que vendrían —dijo Valenzuela. Detrás de él, Julián pudo ver dos ecos del doctor, ligeramente desfasados, como imágenes fantasma—. No entienden lo que están haciendo. Están a punto de colapsar la función de onda.
—Usted nos hizo esto —escupió Julián 1.
—Fue un accidente. Un efecto secundario imprevisto. Pero ahora que ha ocurrido, no podemos simplemente apagarlo. ¡Son un fenómeno único! ¡La primera evidencia empírica del multiverso!
—Somos un hombre que se está muriendo mil veces —dijo Julián 2.
Los guardias avanzaron. La pelea fue un caos surrealista. Un guardia golpeaba a un Julián, solo para ser derribado por otro Julián desde atrás. Era una batalla de cuatro hombres contra dos, pero los cuatro hombres eran el mismo.
En medio de la confusión, Julián 1 activó el temporizador. Treinta segundos.
—¡Corran! —gritaron los cuatro al unísono.
Se dispersaron en la noche. La explosión fue un destello brillante que iluminó todo el cerro, seguido de un crujido metálico cuando la antena se dobló y se derrumbó.
Pero no hubo solo sonido. Hubo… un silencio. Un silencio profundo, como si el universo hubiera contenido la respiración. Y luego, una sensación de… encaje. Como si una pieza de un puzzle, después de mucho esfuerzo, finalmente hubiera encontrado su lugar.
Julián se encontró solo en la ladera del cerro. Miró a su alrededor. No había otros «yo». Estaba solo. Por primera vez en semanas, verdaderamente solo.
Bajó a la ciudad. El aire se sentía más nítido. Los colores, más definidos. Vio a la mujer del abrigo rojo. Caminó con seguridad, sin tropezar. Su jefe lo saludó en la calle con un simple «buenos días». La realidad se había solidificado.
Llegó a su apartamento. Abrió la puerta, con el corazón en un puño. Estaba vacío. Solo había una taza sobre la mesa de la cocina.
Lo había logrado. Había colapsado las líneas de tiempo superpuestas en una sola. La suya.
Se sentó en su sofá, exhausto pero en paz. El bucle se había roto. Su vida volvía a ser suya.
Fue entonces cuando sonó el teléfono. Era un número desconocido. Contestó.
—¿Aló?
—¿Julián Valdivia? —dijo una voz de mujer, una voz que no reconoció.
—Sí, soy yo.
—Hablamos de la Compañía de Seguros «El Porvenir». Lamentamos informarle que su póliza de vida ha sido cancelada.
—¿Cancelada? ¿Por qué? Yo estoy al día con los pagos.
Hubo una pausa. La mujer pareció dudar. —Señor… la póliza fue cancelada debido al fallecimiento del titular. Según nuestros registros, usted murió anoche en una explosión en el Cerro Polanco. De hecho… los cuatro ustedes murieron.
Julián se quedó en silencio, el teléfono pegado a la oreja. Miró sus manos. Eran sólidas. Podía sentir el latido de su propio corazón. Pero, ¿de quién era ese corazón?
Al colapsar las líneas de tiempo, no había elegido la suya. Simplemente había sobrevivido el Julián de una realidad donde todos los demás habían muerto. Era el último eco. Un fantasma que creía estar vivo. Y ahora, en un mundo que ya no lo reconocía, estaba verdaderamente, absolutamente solo








