El cielo sobre Iquitos se desgarró en silencio. No hubo un estruendo apocalíptico, ni una bola de fuego. Solo una veta de luz que no era de ningún color conocido. Era como si alguien hubiera derramado aceite sobre el terciopelo de la noche, una mancha iridiscente que se movía con una lentitud antinatural. Cayó en las profundidades de la Reserva Nacional Pacaya Samiria, el bosque de los espejos. Y luego, nada.
El doctor Mateo Ríos, un biólogo de campo que estudiaba la simbiosis de las orquídeas, fue el primero en encontrar el «lugar del impacto». No había cráter. No había restos. El suelo de la selva estaba intacto, pero todo en un radio de cien metros estaba… equivocado.
Los árboles de caoba se retorcían en espirales imposibles. Los helechos brillaban con una fosforescencia enfermiza. Y el aire estaba impregnado de un olor metálico y dulce, como el de las flores y el ozono. En el centro del claro, un pequeño manantial, que antes era de agua cristalina, ahora bullía con el mismo color indescriptible que había cruzado el cielo. Un color que su cerebro se negaba a procesar, una mezcla cambiante de magenta, cian y algo más, algo que no tenía nombre.
Mateo, un hombre de ciencia, asumió que era un mineral desconocido, una contaminación química. Tomó una muestra del agua en un vial sellado y regresó a su campamento a orillas del río Marañón.
Esa noche, uno de sus guías locales, un joven llamado Yaku, se quejó de una sed insaciable. A pesar de las advertencias de Mateo, Yaku bebió directamente del río. Mateo no le dio importancia. El río era vasto; cualquier contaminante se habría diluido hasta ser inofensivo.
Al día siguiente, Yaku estaba diferente. Sus ojos, normalmente de un marrón oscuro, tenían vetas del nuevo color. Y en su piel, a lo largo de sus venas, habían aparecido finos patrones que se asemejaban a las nervaduras de una hoja.
—Me siento… bien, doctor —dijo Yaku, su voz extrañamente monótona—. Mejor que nunca. Puedo sentir el sol en mi sangre. Puedo oír el agua que beben las raíces.
Mateo lo observó con una creciente alarma. Durante los días siguientes, la transformación de Yaku se aceleró. Su piel adquirió un tono verdoso. Pequeños brotes, como los de una planta, comenzaron a crecer en sus nudillos y codos. Pasaba horas de pie, inmóvil, con el rostro vuelto hacia el sol, como si estuviera realizando la fotosíntesis. Ya no comía. Solo bebía agua del río. Y ya no hablaba con Mateo. Hablaba con la selva, en un susurro gutural que sonaba como el crujido de las hojas y el fluir del agua.
Mateo se dio cuenta de que no se trataba de una enfermedad. Era una transmutación. El «color» no era un veneno; era un catalizador. Un agente mutagénico de origen extraterrestre que estaba reescribiendo el código genético de Yaku, fusionándolo con el ADN de la flora local.
El pánico se apoderó de él. Tenía que advertir al mundo. Empacó su equipo y su muestra y se dirigió a su canoa. Pero Yaku, o lo que quedaba de él, se interpuso en su camino. Ya no parecía completamente humano. Su cuerpo era más alto, más delgado, sus extremidades alargadas como ramas. De su espalda brotaban grandes hojas iridiscentes.
—No puedes irte —dijo la criatura, su voz un coro de susurros—. El cambio ha comenzado. La Gran Simbiosis. No debes interferir.
Mateo vio que no estaba solo. Detrás de Yaku, emergieron de la selva otras figuras. Monos aulladores con orquídeas creciendo en sus espaldas. Jaguares cuya piel moteada ahora brillaba con el color alienígena. Un tapir con enredaderas luminosas enroscadas en sus patas. Todos se movían con un propósito unificado, sus ojos brillando con la misma inteligencia inhumana.
Se había formado una conciencia colectiva. Una mente de colmena de la selva, unificada por el color.
Mateo logró escapar, remando desesperadamente por el Marañón. Detrás de él, no hubo persecución. Solo la sensación de ser observado por un millón de ojos vegetales.
Llegó a Iquitos, la ciudad-isla, un bullicioso puerto en medio de la nada. Corrió a la oficina del gobierno regional, gritando sobre una plaga, una contaminación. Le mostraron la puerta, tratándolo como a un loco.
Pero la ciudad ya estaba cambiando. El color, transportado por el río, había llegado.
Al principio, fueron cosas extrañas y hermosas. Los nenúfares en el mercado de Belén comenzaron a brillar por la noche. Los árboles de la Plaza de Armas florecieron con flores de colores imposibles. La gente lo llamó un milagro, una bendición de la selva.
Luego, la gente comenzó a cambiar. Los que bebían el agua del río, los que comían el pescado. Desarrollaron los mismos patrones en la piel, el mismo brillo en los ojos. No había enfermedad, no había dolor. Solo una extraña pasividad, una desconexión de sus vidas anteriores. Un hombre de negocios abandonó su oficina para sentarse durante horas bajo un ceibo, susurrándole al tronco. Una mujer dejó a su familia para tejer un nido gigante con lianas en la orilla del río.
Iquitos se estaba transformando en un jardín alienígena. La sociedad humana, con sus ruidos, sus ambiciones y sus conflictos, se estaba disolviendo en una armonía silenciosa y vegetal.
Mateo se encerró en su habitación de hotel, analizando la muestra de agua. Descubrió que el «color» no era una sustancia. Era una forma de vida. Una forma de vida microscópica, cristalina, que actuaba como un virus de ARN, pero en lugar de replicarse, reescribía. Insertaba fragmentos de su propio código, un código basado no en el carbono, sino en el silicio y la luz, en el ADN de su huésped.
Y descubrió algo más. La transmutación tenía un propósito. Las nuevas formas de vida híbridas estaban construyendo algo. A lo largo de las orillas del río, las personas-planta y los animales-planta trabajaban juntos, tejiendo las enredaderas, doblando los árboles, construyendo una estructura colosal. Una especie de antena biológica, una torre de Babel vegetal que apuntaba al cielo.
No era una invasión. Era una terraformación. Estaban preparando el planeta para la llegada de sus creadores.
Mateo sabía que solo había una esperanza. El fuego. El color era vulnerable al fuego. Lo había visto cuando un rayo incendió uno de los árboles transformados. La criatura-árbol se había consumido en un instante, dejando solo cenizas grises y normales.
Tenía que quemar la fuente. Tenía que volver al claro donde todo había comenzado y destruir el manantial.
Era una misión suicida. La selva ahora era un organismo unificado y hostil a cualquier cosa que no fuera parte de ella. Pero era la única opción.
Robó varios bidones de gasolina del puerto y se adentró de nuevo en la reserva. La selva que encontró era irreconocible. Era un paisaje de pesadilla y belleza. Árboles que pulsaban con luz, flores que cantaban con voces corales, animales que se movían con una gracia geométrica. Y en todas partes, los ojos. Ojos en las hojas, en la corteza de los árboles, en los pétalos de las flores. La selva lo observaba.
Fue cazado. No por jaguares, sino por la propia selva. Lianas que se movían como serpientes intentaron atraparlo. Nubes de esporas alucinógenas intentaron dormirlo. El suelo temblaba bajo sus pies, intentando desequilibrarlo.
Llegó al claro, herido y exhausto. El manantial ahora era un pozo de luz líquida, pulsando con una energía que hacía vibrar el aire. A su alrededor, en un círculo silencioso, estaban los guardianes. Yaku, ahora casi irreconocible, una majestuosa escultura de hombre y árbol. Y docenas de otros seres, una corte de pesadilla de la nueva creación.
—Es demasiado tarde, Cosechador de Orquídeas —dijo la voz de Yaku, que ahora era la voz de todos ellos, un coro que salía de las hojas y las flores—. La llamada ha sido enviada. El Jardín está casi listo.
Mateo levantó el bidón de gasolina. —Este no es vuestro jardín.
Se abalanzaron sobre él. Pero Mateo no había venido a luchar. Había venido a sacrificarse. En lugar de arrojar la gasolina al manantial, se la echó por encima. Y encendió un mechero.
Se convirtió en una antorcha humana. El dolor fue absoluto, pero su propósito era claro. Corrió hacia el manantial y se arrojó dentro.
La explosión fue silenciosa. Una implosión de luz y color. El fuego de un organismo basado en el carbono chocó con la vida basada en la luz. Por un instante, el claro se volvió blanco, un lienzo borrado.
Cuando la luz se desvaneció, el color se había ido. El manantial era de nuevo agua clara. Los árboles volvieron a su forma normal. Los animales, confundidos, huyeron a la selva.
Yaku, o lo que quedaba de él, yacía en el suelo, su cuerpo una cáscara marchita de hojas y ramas. Miró a la nada, sus ojos de nuevo marrones.
—Gracias —susurró, antes de convertirse en polvo.
Iquitos volvió lentamente a la normalidad. La gente despertó de su trance verde, con recuerdos confusos de haber sido parte de algo vasto y silencioso. La extraña flora se marchitó. La ciudad olvidó el milagro y la pesadilla.
Pero en las profundidades de la Amazonía, la terraformación no se había detenido por completo. Se había ralentizado, se había vuelto más sutil. Pequeñas bolsas de la mutación sobrevivieron. Y en el cielo, una estrella que antes no estaba allí, comenzó a brillar con un color que no tenía nombre, cada noche un poco más brillante.
El jardinero se había ido. Pero las semillas ya habían sido plantadas. Y los dueños del jardín estaban en camino.








