Javier era un hombre que creía en el hormigón. Creía en el acero corrugado, en los cálculos de resistencia de materiales y en la belleza funcional de un plano bien ejecutado. Como ingeniero civil a cargo de la expansión de la Línea 13 del Metro de la Ciudad de México, su universo era el subsuelo, un reino de tierra compactada, tuberías olvidadas y los ocasionales huesos de algún perro callejero de la época de Porfirio Díaz. La historia, para él, era simplemente el sedimento sobre el que se construía el futuro.
El problema de construir en la Ciudad de México es que cada palada de tierra es una profanación. La metrópoli moderna, con su caos de veinte millones de almas, no es más que una costra de asfalto sobre el lecho de un lago, y en el fondo de ese lago duerme Tenochtitlan. Javier lo sabía, por supuesto. Cada pocos meses, las obras se detenían por el descubrimiento de una vasija, un muro ceremonial o, si tenían mala suerte, un tzompantli lleno de cráneos. Eran retrasos costosos, molestias que hacían suspirar a los inversores y sonreír a los arqueólogos del INAH.
Por eso, cuando el nuevo radar de penetración terrestre (GPR) de última generación empezó a arrojar datos anómalos, Javier asumió que habían encontrado algo grande. Probablemente una pirámide menor, un templo satélite del Templo Mayor. Serían seis meses de retraso, un dolor de cabeza burocrático y la gloria para algún académico.
—Amplía el área de escaneo, Ricardo —ordenó Javier a su técnico, un joven flaco con más fe en la tecnología que en la historia—. Quiero ver los límites de la estructura. Vamos a delimitar el problema antes de llamar a los historiadores.
Ricardo tecleó comandos en su laptop. En la pantalla, la imagen del subsuelo se expandió. El GPR, montado en una camioneta que recorría las calles durante la madrugada, enviaba terabytes de información. La anomalía, una densa masa de líneas y formas geométricas, no terminaba. Se extendía más allá del área de construcción, más allá de la colonia Doctores, serpenteando bajo el Eje Central.
—Jefe… esto no tiene sentido —dijo Ricardo, su voz teñida de incredulidad—. La estructura sigue. Y sigue.
Durante una semana, movieron el GPR por toda la ciudad, desde Coyoacán hasta Tlatelolco, desde el Peñón de los Baños hasta Chapultepec. Y la imagen que emergía en la pantalla era tan monstruosa, tan imposible, que Javier empezó a dudar de su propio equipo. No era una pirámide. No era un templo. Era un único y colosal geoglifo, un dibujo grabado en la roca madre del antiguo lago, a unos treinta metros de profundidad. Un circuito de una complejidad demencial que abarcaba casi toda la extensión de la antigua Tenochtitlan.
Las formas eran inconfundiblemente mexicas: serpientes emplumadas entrelazadas, representaciones abstractas de Tláloc y Huitzilopochtli, calendarios dentro de calendarios. Pero no estaba dispuesto como un mural. Estaba dispuesto como una placa de circuito impreso. Las líneas no eran decorativas; eran pistas, conductores. Las pirámides y templos que conocían no eran más que nodos, puntos de conexión en este diagrama inmenso. El Templo Mayor no era el centro de un imperio; era la unidad central de procesamiento.
—Esto es imposible —murmuró Javier, mirando el mapa completo en la pantalla gigante de su oficina. La ciudad de México, vista desde arriba, era un caos de avenidas y edificios. Pero en la imagen del GPR, el subsuelo tenía un orden aterrador. Un diseño.
—Los materiales también son extraños, jefe —añadió Ricardo—. Las líneas no son solo roca tallada. El radar detecta altas concentraciones de obsidiana, mica y un compuesto metálico que no podemos identificar. Conduce la electricidad. No muy bien, pero la conduce.
Javier sintió un escalofrío. La obsidiana, el iztli, el espejo humeante de Tezcatlipoca. La mica, encontrada en Teotihuacán, traída desde Brasil, un aislante perfecto. Aquello no era arte. Era ingeniería. Una forma de ingeniería tan ajena y antigua que resultaba indistinguible de la mitología.
Decidió no informar al INAH. No todavía. ¿Qué les diría? ¿Que los aztecas habían construido una computadora del tamaño de una ciudad? Se reirían de él. Necesitaba pruebas. Necesitaba entender qué era esa cosa.
El punto de inflexión llegó dos semanas después. Una subestación eléctrica de la CFE en el Centro Histórico sufrió una sobrecarga masiva. Un transformador explotó, provocando un apagón en varias colonias. Fue un accidente mundano, uno de tantos en una ciudad con una infraestructura envejecida. Pero Javier, obsesionado, superpuso el mapa del apagón sobre su mapa del geoglifo. La subestación estaba construida directamente sobre un nodo crucial del circuito subterráneo, un punto donde docenas de líneas de obsidiana convergían.
Corrió a su oficina. Ricardo ya estaba allí, con el rostro pálido.
—Jefe, tiene que ver esto.
En la pantalla, los datos del GPR estaban llegando en tiempo real desde los sensores que habían instalado. El circuito subterráneo, normalmente inerte, estaba… activo. Pequeñas corrientes eléctricas, parásitas, filtradas desde la red eléctrica dañada de la superficie, recorrían las antiguas pistas de obsidiana. El geoglifo estaba absorbiendo la energía.
—No es mucha energía —dijo Ricardo, tratando de calmarse a sí mismo—. Apenas unos pocos kilovatios. Probablemente se disipará en la tierra.
Pero no se disipó. La energía comenzó a fluir de manera ordenada, siguiendo los patrones del geoglifo, moviéndose desde los nodos periféricos hacia el centro, hacia el Zócalo, hacia el Templo Mayor. La máquina, después de quinientos años de silencio, estaba arrancando.
Javier sintió un terror primordial. El hormigón y el acero sobre los que había construido su carrera de repente se sentían frágiles, una fina capa de civilización sobre un poder incomprensible.
Los efectos comenzaron a manifestarse en la superficie, pequeños e inexplicables. La gente en el Centro Histórico reportaba extraños sueños colectivos, sueños de jaguares y águilas, de guerras floridas y sacrificios bajo un sol negro. Los sistemas de navegación de los coches se volvían locos cerca del Zócalo, mostrando la traza de las antiguas calzadas de Tenochtitlan en lugar de las calles modernas. Las palomas, que normalmente abarrotaban la plaza, desaparecieron.
Javier trabajaba febrilmente, intentando entender el propósito de la máquina. Si el Templo Mayor era la CPU, ¿cuál era su función? ¿Qué procesaba? Se sumergió en los códices, en los textos de Sahagún, en las crónicas de los conquistadores, pero ahora los leía no como un historiador, sino como un ingeniero inverso.
Las palabras clave saltaban de las páginas: Cem Anáhuac, el mundo rodeado por las aguas celestiales. Los cinco soles, las cinco creaciones y destrucciones del mundo. El movimiento perpetuo, el Ollin. El sacrificio, la nextlahualli, la deuda pagada a los dioses para mantener el sol en movimiento.
Y entonces, lo entendió. La revelación fue tan simple y tan horrible que casi lo hizo vomitar.
Los aztecas no eran un pueblo obsesionado con la muerte. Estaban obsesionados con la supervivencia. Sus sacrificios no eran actos de crueldad, eran… mantenimiento. No alimentaban a los dioses. Alimentaban a la máquina.
El geoglifo no era una computadora. Era un motor. Un estabilizador de realidad. Una pieza de ingeniería cósmica diseñada para mantener a su universo, su «Sol», en una órbita estable dentro del multiverso. Los corazones humanos, la energía vital, el teyolía, era el combustible que necesitaba para funcionar.
Durante quinientos años, la máquina había estado inactiva, funcionando con reservas. Pero ahora, la red eléctrica de la Ciudad de México, el corazón palpitante de la metrópoli moderna, le estaba dando un nuevo tipo de combustible. Un combustible más sucio, más caótico, pero combustible al fin y al cabo.
—Ricardo —dijo Javier al teléfono, su voz tensa—. Necesito que calcules la potencia total que está absorbiendo el circuito. Y necesito que estimes cuánto tardará en alcanzar la capacidad operativa máxima.
La respuesta de Ricardo llegó una hora después, y fue un susurro aterrorizado. —Jefe, la absorción está creciendo exponencialmente. Se está alimentando de toda la red de la ciudad. A este ritmo… alcanzará la potencia máxima en setenta y dos horas.
—¿Y qué pasará entonces? —preguntó Javier, aunque ya sabía la respuesta.
—No lo sé. ¿Qué hace un motor cuando se enciende?
Los fenómenos en la ciudad se intensificaron. En el cielo, sobre el Zócalo, la gente empezó a ver un espejismo: la imagen temblorosa de una pirámide doble, el Templo Mayor, superpuesta sobre la Catedral Metropolitana. Los sonidos de tambores y caracolas se escuchaban en el metro, ahogando el ruido de los trenes. La gente ya no soñaba con el pasado; empezaron a tener visiones de un futuro que era, a la vez, un regreso. Visiones de una ciudad lacustre, de chinampas y calzadas, pero con edificios de cristal y vehículos voladores con forma de serpientes emplumadas.
La máquina no iba a destruir el mundo. Iba a «corregirlo». Iba a sobreescribir la realidad actual, la del hormigón y el asfalto, con la que consideraba la versión correcta: la del Quinto Sol, el imperio mexica en su máxima expresión. La Ciudad de México no sería destruida. Sería restaurada a su diseño original. Y sus veinte millones de habitantes… serían la primera ofrenda para el nuevo amanecer.
Javier se dio cuenta de que solo había una solución. Si la energía eléctrica estaba encendiendo la máquina, necesitaba un cortocircuito. Un pulso electromagnético. Algo que friera el circuito subterráneo antes de que completara su secuencia de arranque. Pero un PEM a esa escala destruiría toda la tecnología de la ciudad, sumiéndola en el caos. Era una elección imposible: un regreso a la edad de piedra o un regreso a la edad de los sacrificios.
Con menos de veinticuatro horas restantes, Javier estaba en su oficina, mirando el mapa brillante del geoglifo. La ciudad palpitaba bajo sus pies como un corazón a punto de despertar. Y entonces vio algo que había pasado por alto. Una pequeña sección del geoglifo, bajo el Bosque de Chapultepec, estaba oscura. No conducía energía. Estaba… rota. Una línea de falla geológica, una de las muchas que plagaban la ciudad, había seccionado una de las pistas principales de obsidiana.
Era una imperfección. Un defecto de fabricación. O tal vez… un interruptor de emergencia.
Chapultepec. El cerro del saltamontes. El lugar de los manantiales que proveían de agua a Tenochtitlan. El hogar de los ahuehuetes, los árboles ancianos. Un lugar de poder.
Javier tomó una decisión. No iba a destruir la ciudad para salvarla. Iba a intentar repararla. O, más bien, a completar su rotura.
Con la ayuda de Ricardo, accedió a los planos de la red de gas de la ciudad. Un gasoducto principal pasaba directamente sobre la línea de falla. Era una locura, un plan suicida, pero era el único que tenía.
Usando sus credenciales de ingeniero, y con la ciudad al borde de un colapso psíquico, logró que un equipo de trabajadores, ajenos al verdadero propósito, perforara en un punto específico de Chapultepec bajo la excusa de una fuga de gas crítica. Él mismo supervisó la operación. Cuando la perforadora alcanzó la profundidad correcta, treinta metros, golpeó la pista de obsidiana.
—Ahora —susurró Javier a su radio.
Ricardo, desde un lugar seguro, desvió una sobretensión masiva de la red eléctrica hacia el gasoducto. No fue un PEM, fue algo más quirúrgico. Una cantidad brutal de energía concentrada en un solo punto.
La explosión fue contenida, un rugido sordo bajo tierra. El suelo tembló. Por un instante, en el cielo sobre toda la ciudad, la imagen de Tenochtitlan se solidificó, tan real como los edificios. Se oyeron los gritos de millones de personas que vieron el mismo espejismo imposible.
Y luego, se desvaneció.
En la oficina de Javier, el mapa del geoglifo en la pantalla parpadeó y se apagó. El circuito se había cortado. La máquina volvió a dormir.
Javier se quedó de pie en medio del caos de Chapultepec, cubierto de polvo, oliendo a gas y a tierra antigua. Había salvado a la Ciudad de México. La había salvado de sí misma.
Semanas después, la vida volvió a la normalidad. Los sueños extraños cesaron. Los fallos en el GPS se atribuyeron a una tormenta solar. El espejismo del Templo Mayor se convirtió en una leyenda urbana, un caso de histeria colectiva. Javier renunció a su puesto en el proyecto del Metro, citando estrés. Nadie hizo preguntas.
Una tarde, sentado en un café de la Condesa, vio a un niño dibujando en la acera con una tiza. No dibujaba casas ni coches. Dibujaba una compleja red de líneas y símbolos, una serpiente emplumada mordiéndose la cola. El niño levantó la vista y sus ojos se encontraron con los de Javier. Por un instante, sus ojos no fueron los de un niño. Fueron oscuros, antiguos y llenos de una inteligencia fría como la obsidiana.
Javier se levantó y se fue, con el corazón helado. Se dio cuenta de que no había apagado la máquina. Solo la había puesto en modo de bajo consumo. Y ahora, la máquina sabía que él existía. Y estaba aprendiendo. Estaba encontrando nuevos circuitos, nuevos conductores, no bajo el asfalto, sino en las mentes de los veinte millones de almas que vivían sobre ella. El reinicio no se había cancelado. Solo se había vuelto más sutil.








