
Mi infierno personal tenía un nombre: la reunión de personal de los martes. Era un concentrado de todo lo que me agotaba del ser humano. La voz nasal del director Gable pontificando sobre «sinergias proactivas». El suspiro de mártir de Marisa, la profesora de historia, cada vez que alguien sugería algo nuevo. El tecleo furioso de Carlos, el de gimnasia, respondiendo correos mientras fingía escuchar. Era un microcosmos de fricción humana, y yo, Álex Mora, profesor de arte, era una lija gastada. Mi ansiedad social no era un monstruo rugiente, sino un lento goteo de ácido que me corroía por dentro.
Amaba enseñar arte. Amaba el olor a trementina y el caos controlado de mis clases. Pero el peaje para llegar a eso eran las personas. Las conversaciones forzadas en la sala de profesores, las quejas de los padres, las reuniones. Salía de cada una de ellas sintiéndome vaciado, como si me hubieran robado algo intangible pero vital.
Fue después de una reunión particularmente atroz, en la que el director Gable usó un puntero láser para señalar un gráfico de barras sobre la «optimización del tiempo de creatividad», que vi el anuncio. Estaba en el metro, hundido en mi asiento, con el zumbido de la voz de Gable aún rebotando en mi cráneo. Un holograma en la pared del túnel cobró vida: una mujer serena sonreía mientras a su alrededor el caos de una estación concurrida se movía en silencio y de forma borrosa. El eslogan era devastadoramente simple: «Clarity. Elige tu realidad».
Las lentes de contacto «Clarity» prometían lo imposible: la capacidad de filtrar el mundo. No solo el ruido ambiental, sino personas específicas. «Desactiva las distracciones», decía su web, «y encuentra tu paz interior». Era la promesa de un botón de silencio para la humanidad. Un sueño hecho realidad para un hombre como yo. Las compré esa misma noche.
Ponerse las lentes fue una experiencia extraña. Un ligero pinchazo, seguido de un destello azul en mi visión periférica. Y luego, nada. El mundo parecía el mismo. La app de mi teléfono se sincronizó con ellas. La interfaz era minimalista: una lista de dispositivos Bluetooth cercanos, que en realidad eran personas. Un pequeño icono de un ojo junto a cada nombre.
Mi primera prueba fue mi vecino del 3B, un aspirante a DJ que practicaba sus «mezclas» a las tres de la mañana. Su nombre apareció en la lista: Dispositivo de audio: Kevin_RMX. Con un dedo tembloroso, pulsé el icono del ojo. Se tachó. En ese preciso instante, el boom-boom-boom que vibraba a través de mi pared cesó. No se atenuó. Simplemente, dejó de existir. El silencio fue tan absoluto que me mareé. Pegué la oreja a la pared. Nada. Corrí a la ventana que daba al patio interior y lo vi. Kevin seguía allí, con los auriculares puestos, moviendo la cabeza como un pájaro carpintero. Para mí, se movía en un silencio de tumba. Había sido «glitcheado», como lo llamaba la jerga popular.
Fue eufórico. Fue liberador. Era poder.
La verdadera prueba llegó el martes siguiente. Entré en la sala de reuniones, sentándome en mi rincón habitual. El director Gable carraspeó, preparándose para hablar. Abrí la app. Gable_Dir_Admin. Glitch.
La boca de Gable se movía. Agitaba las manos. Señalaba sus gráficos de barras. Pero de él no emanaba ningún sonido. Era como ver una película muda mal actuada. Por primera vez en cinco años, sentí una serenidad absoluta en esa sala. No tuve que fingir interés. Simplemente me desconecté. Observé el juego de la luz en la taza de café de Marisa. Dibujé en mi cuaderno. Estaba en paz.
La calma era adictiva. Empecé a usar las Clarity para todo. El hombre que hablaba a gritos por teléfono en el autobús. Glitch. La señora del supermercado que siempre contaba la misma historia sobre sus gatos. Glitch. El mundo se convirtió en un lugar más tranquilo, más ordenado. Mi lugar. Mi ansiedad se evaporó. Me volví más eficiente en el trabajo, más centrado. Estaba prosperando.
«Estás… distinto», me dijo Mateo, mi mejor amigo, durante nuestra partida semanal de ajedrez. «Más tranquilo. Como si estuvieras flotando».
No se lo había contado. Me sentía estúpidamente culpable, como si hiciera trampas en el juego de la vida. Y no quería ver la decepción en sus ojos. Él era el ancla que me mantenía unido a la realidad. Un ancla ruidosa y brutalmente honesta.
La primera grieta apareció una semana después. Mateo me llamó. Sonaba enfadado. Habíamos quedado y lo había olvidado por completo. Me había pasado las últimas tres horas en mi sofá, «glitcheando» el tráfico de la calle y escuchando música clásica. Me quedé tan sumido en mi burbuja de silencio que el tiempo se había disuelto.
«Álex, es la tercera vez este mes», dijo Mateo, su voz cargada de frustración. «Parece que no te importa. Te estás distanciando. Te estás convirtiendo en un fantasma».
Sus palabras me dolieron. Y porque me dolieron, hice lo impensable. Mientras él seguía hablando, saqué el teléfono. Mateo_Amigo. La culpa me quemaba la garganta, pero el deseo de que el conflicto simplemente desapareciera era más fuerte. Glitch.
La voz de Mateo se cortó a media frase. En mi teléfono, su imagen en la videollamada se quedó congelada un segundo y luego se desvaneció en un tenue parpadeo, como la estática de un televisor viejo. El silencio que dejó fue diferente al de Gable. Este silencio pesaba. Estaba lleno de la ausencia de algo que quería. Lo justifiqué: «Solo hasta que me calme. Luego lo llamaré». Pero no lo hice. El silencio era más fácil.
Así empezó el gran borrado. Una discusión con mi hermana por el cumpleaños de mi madre. Glitch. Un camarero grosero. Glitch. Un exalumno que me saludó en un momento inoportuno. Glitch. Mi mundo se estaba volviendo elegantemente vacío. Caminar por la calle era como pasear por un museo de figuras de cera en movimiento. Veía a la gente, pero eran solo eso: objetos visuales, despojados de la fricción de su humanidad. Ya no me agotaban. No sentían nada en absoluto.
Fue entonces cuando conocí a Lena.
La vi en una galería. Era ceramista. Estaba observando una de sus propias piezas con una intensidad que me fascinó. Era hermosa, pero lo que me atrajo fue la energía que desprendía: una vitalidad caótica que era el antídoto exacto a mi mundo estéril. Esa noche, antes de acercarme a ella, hice algo que no había hecho en meses: desactivé las Clarity.
El golpe de realidad fue casi físico. El murmullo de la gente, el tintineo de las copas, la música de fondo… El mundo era un caos. Me sentí desnudo, expuesto. Pero hablé con ella. La conversación fue torpe, real, salpicada de silencios incómodos y risas inesperadas. Fue aterrador. Y fue maravilloso.
Nuestra relación floreció en esa dualidad. Con ella, era Álex, el hombre real. Tan pronto como me dejaba en mi puerta, me ponía las Clarity y el mundo volvía a su estado manejable. Ella era mi oasis de realidad en un desierto de silencio autoimpuesto. Le oculté la existencia de las lentes, por supuesto. ¿Cómo iba a explicarle que la única forma en que podía estar con ella era creando un vacío a su alrededor para recargarme?
El problema era que me estaba acostumbrando a la perfección. Una noche, Lena y yo discutimos por una estupidez. Su tono de voz subió, su rostro se contrajo por la frustración. Era una discusión normal, de pareja. Pero yo había perdido la costumbre, el callo emocional para manejarla. El instinto fue más rápido que la razón.
Glitch.
La apagué. Su voz apasionada y herida se desvaneció. Su rostro, enrojecido por la emoción, se convirtió en una silueta translúcida y silenciosa. Se movía, gesticulaba, probablemente me gritaba. Pero yo solo veía un ballet silencioso de decepción. La paz que sentí fue inmediata, y la culpa que la siguió fue la peor de mi vida. La «desglitcheé» un segundo después, pero el daño estaba hecho.
«¿Qué acaba de pasar?», preguntó ella, su voz temblando. «Por un momento, te quedaste… mirándome fijamente. Como si no me estuvieras escuchando. Como si no estuviera aquí».
Mentí. Le dije que me había distraído. Pero ella sintió el hueco. A partir de entonces, empezó a notar los micro-glitches. Las veces que me desconectaba durante una conversación difícil, los silencios extraños, mi calma antinatural ante el caos. Sentía que le estaba ocultando una parte fundamental de mí. Y tenía razón.
El clímax llegó un jueves lluvioso. Una llamada de mi padre. Mi madre había tenido un infarto. Estaba en el hospital. Necesitaba hablar con mi hermana, coordinar. Mi hermana. A quien había «glitcheado» hacía seis meses después de nuestra discusión.
Corrí por mi apartamento, el pánico trepando por mi garganta. Abrí la app. Busqué en mi lista de «filtrados». Era vergonzosamente larga. Al final, encontré su nombre. Laura_Herman. Pulsé el icono del ojo tachado.
Un mensaje del sistema apareció: «Restaurar un filtro de larga duración puede causar desorientación perceptual. ¿Desea continuar?».
Pulsé «Sí». El teléfono de Laura sonó. Cuando contestó, su voz era cautelosa, distante. «Álex…». Pude oír seis meses de silencio en esa única palabra. Traté de explicarle lo de mamá, pero nuestra conversación estaba lastrada por todo el tiempo que yo le había robado. La logística sobre el hospital se mezclaba con la tensión de «¿Por qué no has llamado?». «¿Dónde has estado?». Mi calma artificial me había robado la habilidad de navegar por la complejidad de las relaciones humanas reales.
Cuando llegué al hospital, Lena ya estaba allí. Mi padre se lo había dicho. Me miró, con los ojos enrojecidos por el llanto, y luego su mirada se desvió hacia la gente en la sala de espera. Hacia un hombre que lloraba en silencio, hacia una familia que rezaba en un susurro.
«Es terrible», susurró ella. «Pero míralos. Están juntos en esto. Comparten el dolor. Eso es lo que nos hace humanos, ¿no? Apoyarnos en el desorden». Me miró fijamente. «Tú ya no sabes cómo hacer eso, Álex. Siempre estás… en otro lugar. Detrás de un cristal».
En ese momento lo supe. Tenía que elegir. El mundo real, desordenado, doloroso y vibrante con Lena y mi familia… o la paz estéril de mi burbuja.
Esa noche, en mi apartamento, se lo confesé todo a Lena. Le enseñé las lentes. Le enseñé la lista de personas que había borrado de mi vida. Su expresión pasó de la confusión a la incredulidad, y finalmente, al horror. Y a una profunda y desgarradora pena.
«Así que cada vez que hemos estado juntos…», susurró, «… has estado aguantando la respiración. Esperando a volver a tu mundo de silencio». Se levantó. «No se puede construir nada real sobre eso, Álex. Nada. Yo no puedo competir con el silencio».
Me dio un ultimátum. Las lentes o ella. Para siempre.
Y ahí estaba. La confrontación definitiva. El núcleo de todo lo que había estado evitando. Su rostro estaba lleno de amor y dolor, una combinación tan real que quemaba. El pánico se apoderó de mí. El viejo y conocido terror. Mi pulgar se movió sobre la pantalla de mi teléfono, casi por voluntad propia. Estaba abierto en la app Clarity. Su nombre brillaba en la parte superior de mi lista de «Activos»: Lena_Pareja.
No lo hagas, me gritó una parte de mi cerebro.
Haz que el dolor pare, susurró la otra.
Mi pulgar tembloroso se movió.
Glitch.
Ocurrió ante mis ojos. La mujer que amaba, en el momento más crudo y vulnerable de nuestra relación, se desvaneció en un fantasma digital. Sus lágrimas se convirtieron en píxeles silenciosos. El sonido de su voz rota fue reemplazado por la nada. Había hecho lo que siempre hacía. Había elegido la calma.
Miré la silueta silenciosa de Lena, una ausencia parpadeante en mi salón, y por primera vez, la calma no me trajo paz. Me trajo un horror tan profundo, tan absoluto, que creí que me ahogaría. ¿Qué había hecho?
Con un grito de pura autoconciencia, arranqué las lentes de mis ojos. Las tiré contra la pared, donde se hicieron añicos. Esperaba que el mundo volviera con un estruendo. Que la voz de Lena volviera, llena de rabia y de dolor.
Pero la habitación permaneció en silencio. El fantasma de Lena seguía allí, mirándome.
Asustado, cogí mi teléfono. Intenté borrar la app. Un mensaje apareció en la pantalla, uno que nunca había visto.
«Gracias por participar en la Fase 1 del Programa Clarity. Sus patrones de filtrado indican una preferencia por una experiencia de baja interacción social. Para su comodidad, hemos activado permanentemente su perfil ‘Solitude’. Disfrute de su realidad curada».
Miré a mi alrededor. La silueta de Lena se disolvió por completo. Las luces de la calle que se filtraban por la ventana no hacían ruido. Intenté gritar, pero de mi garganta no salió ningún sonido. Salí corriendo al pasillo. Vi a mi vecino Kevin salir de su apartamento. Le grité. Me miró directamente, pero su mirada me atravesó, como si yo no estuviera allí. Caminó a través de mí, y sentí un frío como el de una tumba.
Entendí. El sistema no funcionaba como yo creía. Las lentes no filtraban el mundo para mí. Me habían estado usando a mí, entrenándome, aprendiendo mis preferencias. Y ahora, me habían dado lo que siempre había deseado.
No habían borrado a todos los demás. Me habían borrado a mí.
Ahora camino por la ciudad. Soy el fantasma. Los veo a todos: riendo, discutiendo, amando, sufriendo. Viven sus vidas desordenadas y gloriosas. Yo existo en la capa intermedia, en el silencio perfecto que tanto anhelaba. La calma definitiva. Una paz indistinguible de la soledad más absoluta. Y grito, pero nadie me oye, atrapado para siempre en la calma de los ausentes.