
Mi obsesión nunca fueron las estrellas, sino los números que las gobernaban. Las matemáticas celestiales, las ecuaciones elegantes que dictaban la vida y muerte de los soles. Como astrofísica, mi mundo era un cosmos de certezas predecibles, un ballet gravitacional escrito en el lenguaje universal de la física. Me sentía segura en ese orden. Creía en la predictibilidad. Por eso, cuando descargué «Efemérides», lo hice como una broma, un guiño irónico a mi propia profesión.
La app era de una simplicidad aterradora. Su logo era un reloj de arena roto. La descripción, un galimatías pseudofilosófico: «El tiempo no es una línea, es un libro. Y cada página tiene un final escrito. ¿Te atreves a leerlo?». Sonaba a un horóscopo glorificado.
Al abrirla, la app no pidió datos, ni acceso a contactos, ni permiso de ubicación. Solo activó la cámara del teléfono. El interfaz era un simple visor. Enfoqué mi escritorio: mi taza de café, mi monitor con sus cascadas de datos espectrográficos, un pisapapeles en forma de nebulosa. No pasaba nada. Pensé que estaba rota.
Luego, la giré hacia la cristalera del observatorio, apuntando al hormiguero de Los Ángeles que se extendía a nuestros pies. Y entonces lo vi. Sobre la cabeza de cada persona, cada diminuta figura que caminaba por la acera o conducía un coche, flotaba una serie de números translúcidos, como el HUD de un videojuego.
Años: 43. Meses: 2. Días: 14. Horas: 8. Minutos: 31.
Mi pulso se aceleró. No era una cifra de edad, no encajaba. Era una cuenta atrás.
Enfoqué a mi colega, el Dr. Peterson, que sorbía su café ruidosamente a pocos metros. Un hombre corpulento, de unos sesenta y tantos, con una risa de trueno y una salud de roble. Sobre su cabeza canosa, los números eran crueles.
Años: 0. Meses: 0. Días: 3. Horas: 17. Minutos: 4.
Sentí una náusea helada. ¿Tres días? Era imposible. Una estupidez. Una app de mal gusto. Quise borrarla, pero una curiosidad morbosa y científica me lo impidió. Tenía una hipótesis: la app era una farsa. Y tenía un método para probarlo: la observación.
Los siguientes tres días fueron una tortura. Cada vez que Peterson reía, yo veía esos números parpadeantes disminuyendo sobre él. Le pregunté si se sentía bien. Me dijo que nunca se había sentido mejor. Incluso me invitó a jugar al racquetball ese fin de semana.
Al tercer día, las horas se convirtieron en minutos. Con el corazón en un puño, lo seguí cuando terminó su turno. No se lo dije. ¿Qué podría haberle dicho? «Hola, Ben, una app de charlatanes dice que te vas a morir en veinte minutos, ¿te apetece un café?». Me habría tomado por loca.
Condujo hacia su casa en las colinas. Lo seguí a una distancia prudente. Cuando el contador llegó a Minutos: 2, su coche se detuvo en un semáforo en rojo. Todo estaba en calma. El sol se ponía, tiñendo el cielo de un naranja sanguinolento. No había tráfico, ni peligro aparente.
Entonces su coche avanzó lentamente y se detuvo en medio de la intersección. Pensé que se había calado. La luz seguía en rojo. Oí un estruendo metálico desde arriba. Una grúa de construcción en un edificio cercano había fallado. Una viga de acero, suelta como un dedo de dios enfurecido, cayó. Se estrelló directamente contra el techo de su coche. El sonido fue sordo y definitivo.
Cuando el contador de Ben Peterson llegó a cero, simplemente desapareció de mi vista. Como si nunca hubiera estado allí.
Yo no grité. No corrí. Solo me quedé sentada en mi coche, con el teléfono temblando en mi mano, viendo un vacío donde antes había habido un hombre. «Efemérides» no predecía la muerte. Calculaba el fin de la página.
A partir de ese día, el mundo se convirtió en un cementerio en movimiento. Caminar por la calle era una procesión de fantasmas que aún no lo sabían. Veía las largas cuentas atrás de los niños jugando en el parque, y sentía una punzada de ternura trágica. Veía los contadores cortos sobre los ancianos en los bancos, y sentía una resignación serena. Pero lo peor eran los de en medio. El ejecutivo de treinta y tantos con solo dos semanas. La camarera que me sirvió el almuerzo con apenas seis horas.
El conocimiento era un veneno. Al principio intenté usarlo para hacer el bien. Le advertí anónimamente a un hombre cuyo contador indicaba un par de horas sobre una «fuga de gas» en su edificio. Salvó su vida, evacuaron el edificio justo antes de una explosión. Pero al día siguiente, su contador se había reiniciado con solo treinta segundos de tiempo. Se atragantó con una uva en el desayuno. Lo entendí entonces: yo no podía cambiar el final. Solo el cómo. El destino, o lo que fuera que regía esos números, era un contable terco que siempre cuadraba sus libros.
Me volví paranoica. Dejé de coger el metro si veía demasiados contadores cortos. Evitaba restaurantes, cines, cualquier lugar concurrido. La ciudad se convirtió en un campo de minas numérico. El poder de ver era una carga insoportable. Pero aún no había cometido el mayor error de todos. Aún no me había mirado a mí misma.
Una noche, en la fría soledad de mi apartamento, apunté el teléfono hacia mi reflejo en el oscuro cristal de la ventana. Mis manos temblaban. Tenía treinta y ocho años, buena salud, ningún vicio. Esperaba una cifra tranquilizadora. Larga.
Años: 87. Meses: 6. Días: 21. Horas: 11. Minutos: 15.
Ochenta y siete años. Una vida entera. El alivio fue tan abrumador que me caí de rodillas, llorando. Tenía tiempo. Podía relajarme. El conocimiento no era una maldición, era una armadura. Sabía que estaría a salvo. La app me había dado el mayor regalo de todos: la certeza.
Y con esa certeza, empecé a vivir de una forma imprudente y extraña. Si sabía que no iba a morir, ¿qué importaba saltarme un semáforo en rojo? ¿Qué importaba caminar por el barrio más peligroso de noche? Me sentía invencible, una diosa protegida por el guion cósmico.
Así conocí a Samuel.
Era músico callejero, tocaba un violonchelo con una melancolía que parecía arañar el alma. Estaba en uno de mis paseos nocturnos, sintiéndome invulnerable. Lo apunté con el teléfono, por pura costumbre. Su contador era estable. Décadas.
Hablamos. Había una tristeza en sus ojos que reconocí. Una soledad similar a la mía. No sé si fue mi nueva audacia o su música, pero conectamos. Por primera vez en años, sentí algo más allá del frío análisis de los números. Por primera vez, apagué la app para estar con alguien.
Nos enamoramos con la urgencia de dos personas que habían estado esperando toda su vida para dejar de estar solas. Samuel no conocía mi secreto, por supuesto. Para él, yo era simplemente Elara, la mujer que miraba las estrellas y se reía demasiado alto. Y yo no miraba sus números. No quería. Quería la ignorancia. Quería el milagro de no saber.
Los siguientes dos años fueron un borrón de felicidad analógica. Viajes, conciertos improvisados en nuestro salón, cenas quemadas, mañanas perezosas. Me olvidé de Efemérides. La app yacía dormida en una carpeta olvidada de mi teléfono, el reloj de arena roto cubierto de polvo digital. Fui feliz. Estúpidamente, ciegamente, ignorantemente feliz.
Pero el hábito de un científico es difícil de matar. Y la duda es la carcoma del alma.
Fue una noche cualquiera. Estábamos preparando la cena. Samuel estaba picando verduras, tarareando una melodía desafinada. Parecía un poco pálido, cansado. «Debe ser el cambio de estación», dijo. Pero la vieja alarma, la del frío numérico, sonó en mi cabeza.
Con el corazón martilleándome las costillas, saqué el teléfono. Mis manos sudaban. «Solo un vistazo», me dije. «Solo para estar segura. Tiene décadas. Lo sé».
Abrí Efemérides. El visor cobró vida. Enfoqué a Samuel, a su espalda mientras se inclinaba sobre la tabla de cortar.
Y la pantalla se quedó en blanco.
Sobre su cabeza, donde debería haber un contador, no había nada. Un vacío. Ni un número, ni una letra. Un espacio en blanco, una ausencia de datos en el universo de certezas.
«Sam…», susurré. Mi voz era un hilo.
Él se giró, sonriéndome. «¿Sí, mi estrella?». Pero su sonrisa no llegó a sus ojos. Parecía… transparente. Como una vieja fotografía desvaneciéndose al sol.
Entré en pánico. Apunté la cámara hacia la lámpara. Tenía una cifra. A la nevera. Tenía una cifra (representando la vida útil de sus componentes, supuse). A todo en la habitación, animado e inanimado, tenía un contador asignado. Excepto a él.
El terror me heló la sangre. ¿Qué significaba? ¿Un error? ¿La app finalmente rota? Desesperada, apunté el teléfono a mis propios pies, y vi mi propio contador, todavía robusto y largo, reflejado en el suelo pulido. Ochenta y siete años.
«Elara, ¿estás bien? Te has quedado pálida», dijo Samuel, acercándose. Su voz sonaba lejana.
Fue entonces cuando la verdad me golpeó. No era una verdad científica, ni lógica. Era una verdad visceral, arrancada de las entrañas del cosmos que tanto me gustaba medir. No había vuelto a mirar mi contador desde esa primera vez, dos años atrás. Confiaba en la primera lectura.
Volví a girar el teléfono hacia mí, hacia mi cara, viendo mi reflejo aterrorizado en la pantalla negra.
El contador había cambiado. Dramáticamente.
Años: 0. Meses: 0. Días: 0. Horas: 0. Minutos: 7.
Siete minutos. Me quedaban siete minutos de vida. La primera lectura no había sido una promesa de longevidad. Había sido una sentencia por haber vivido de una manera vacía y protegida. Mi tiempo se agotaba porque nunca había vivido de verdad.
Pero entonces, ¿qué era Samuel?
Lo miré, ahora con un entendimiento terrible. Su palidez. Su transparencia. La forma en que nunca hablaba de su pasado. El hecho de que nadie de mi vida, ni un solo amigo o colega, lo hubiera conocido en persona, siempre por excusas que ahora parecían artificiales.
No había un contador sobre su cabeza porque él no era una entidad con un «tiempo de vida». No era real. Había sido conjurado por la app, o por mi propia y desesperada soledad. Una proyección. Un fantasma creado para enseñarme a vivir, justo antes de morir. Mi amor era un espejismo en mi propio desierto. Y al encontrarlo, al vivir de verdad estos dos últimos años, había gastado mi tiempo prestado a una velocidad vertiginosa. Había cambiado ochenta y siete años de existencia gris por dos años de una vida brillante y falsa.
Las lágrimas corrían por mi rostro. «¿Quién eres?», le pregunté.
Samuel me miró, y por primera vez, la tristeza de sus ojos lo llenó todo. Dejó de parecer transparente. Parecía más real que nunca.
«Soy tuyo, Elara», dijo con una voz que se quebraba. «Fui la vida que no te atreviste a vivir. Fui la respuesta a una pregunta que no sabías que tenías».
Miré el contador. Minutos: 2.
No dije nada más. No había tiempo. Me acerqué a él, a mi hermosa e imposible mentira, y lo besé. Sentí el calor de sus labios, la textura de su piel. Era real para mí. Hundí mi rostro en su cuello, inhalando su aroma. Cerré los ojos, ignorando el teléfono que había caído al suelo, ignorando los números que parpadeaban en mi mente.
Si este amor era la muerte, si la felicidad consumía el tiempo, entonces había hecho un buen negocio.
Mi última entrada.
Le doy al botón de «Publicar». En la intranet del observatorio, donde sé que nadie lo leerá hasta mañana. Pero los números no mienten. Y mi contador ahora solo tiene segundos. Sam me está abrazando. Su abrazo se siente frío, como la estática entre estrellas. Me dice al oído: «Ya casi es la hora, mi amor. No tengas miedo. Solo vas a apagar la luz». Y yo le creo. No tengo miedo. Lo único que me pregunto ahora es, si cierro los ojos… ¿veré números sobre las cabezas de los ángeles? O por fin… solo veré el vacío que ellos dejaron atrás?
Minutos: 0. Segundos: 1.