Matías era un coleccionista de pequeños trofeos. No de premios ni de medallas, sino de fragmentos del mundo. Una concha de una playa de Tailandia, una teja de un tejado de Kioto, una moneda encontrada en las ruinas de Roma. Eran pruebas tangibles de su existencia, anclas contra la corriente anónima de la vida moderna. Para él, no era robar; era… preservar un recuerdo.
Su último viaje lo había llevado al lugar más aislado del planeta: Rapa Nui, la Isla de Pascua. Quedó hipnotizado por los moái, esos gigantes de piedra volcánica que montaban una guardia silenciosa contra el Pacífico infinito. Mientras visitaba la cantera de Rano Raraku, donde cientos de estatuas yacían a medio terminar, la tentación se apoderó de él.
Lejos de la vista del guía, vio un pequeño trozo de toba volcánica desprendido de la base de un moái inacabado. Era del tamaño de su puño, pesado, poroso y con el mismo color gris rojizo de los gigantes. Sintió el pulso de la historia en él. Sin pensarlo dos veces, lo metió en su mochila. El peso de la roca se sintió como un secreto satisfactorio.
De vuelta en su ajetreada vida en Santiago, colocó la roca en la estantería de su apartamento en Providencia, junto a sus otros trofeos. Era la joya de su colección. A veces, por la noche, la sostenía, sintiendo su textura rugosa, imaginando las manos que la habían tallado, los ojos que la habían visto.
La primera vez que lo vio fue una semana después. Estaba en un atasco en la Costanera Norte. Al mirar por el espejo retrovisor, vio una figura de pie en el paso elevado de atrás. Era alta, ancha de hombros, con una cabeza grande y rectangular. Una silueta inconfundible. Un moái. Parpadeó, y la figura había desaparecido. Lo atribuyó al cansancio, a un juego de luces y sombras.
La segunda vez fue unos días más tarde. Estaba almorzando en un café en el barrio Lastarria. A través de la ventana, al otro lado de la calle, lo vio de nuevo. La misma figura de piedra, inmóvil entre la multitud que fluía a su alrededor como un río. Nadie más parecía notarlo. Estaba allí, con sus cuencas oculares vacías fijas en él. Matías se levantó de golpe, tirando su taza de café. Cuando volvió a mirar, solo había un par de turistas haciéndose una selfie.
El miedo, un goteo frío, comenzó a instalarse en su corazón. Empezó a verlo en todas partes. Reflejado en el cristal de un rascacielos. De pie al final de un pasillo oscuro en su oficina. En el andén del metro, al otro lado de las vías. Siempre inmóvil. Siempre observando. Y cada vez, un poco más cerca.
No era una alucinación. Era demasiado consistente, demasiado sólido. Era una presencia. Un guardián.
Investigó frenéticamente sobre la cultura Rapa Nui. Leyó sobre el mana, el poder espiritual que impregna el universo, que reside en los objetos sagrados y en los jefes. Leyó que los moái no eran solo estatuas; eran aringa ora, rostros vivientes de los antepasados. Eran receptáculos de mana. Y perturbarlos, profanarlos, era invitar a una retribución.
La roca de su estantería ya no era un trofeo. Era una prueba de su crimen. Una baliza que atraía al guardián.
Intentó deshacerse de ella. Una noche, la metió en una bolsa y la arrojó al río Mapocho desde el Puente Pío Nono. Sintió un alivio inmenso. Durmió profundamente por primera vez en semanas.
A la mañana siguiente, al despertar, la roca estaba sobre su mesita de noche. Húmeda. Fría. Esperándolo.
El guardián se volvió más audaz. Ya no se limitaba a aparecer a distancia. Matías empezó a oír el sonido de la piedra arrastrándose sobre el hormigón fuera de su apartamento por la noche. Una vez, al llegar a casa, encontró profundos arañazos en su puerta de madera, como si algo inmensamente pesado y rugoso hubiera intentado entrar.
Su vida se convirtió en una prisión de paranoia. Dejó de salir. Pidió comida a domicilio. Trabajaba desde casa. Pero no podía escapar. Veía la silueta del moái en el edificio de enfrente, su sombra proyectándose en su ventana.
Un día, la electricidad se cortó. Matías se quedó a oscuras, el único sonido el de su propia respiración aterrorizada. Y entonces, oyó un golpe en la puerta. Un golpe lento, pesado, resonante. El sonido de la piedra golpeando la madera.
BUM. BUM. BUM.
Matías se arrastró hasta la esquina más alejada de la habitación, acurrucado, sollozando. Sabía que era el fin. El guardián había llegado.
La puerta se astilló. La cerradura se rompió. Y la figura entró.
No era alta como un edificio. Era de su misma altura. Pero era ancha, sólida, hecha de la misma toba volcánica que la roca de su estantería. No tenía piernas; su base se deslizaba por el suelo con un sonido arenoso. Sus brazos estaban pegados a los costados. Y su rostro… era el rostro de un antepasado, con una expresión de infinita y severa decepción.
La criatura de piedra se deslizó hacia él. No había ira en sus movimientos. Solo un propósito inexorable. Extendió una mano, que se separó de su torso con un crujido. Los dedos eran gruesos, de piedra.
Matías cerró los ojos, esperando el golpe final. Pero la mano no lo golpeó. Lo tocó. Suavemente. En la frente.
Y entonces, entendió.
No había venido a castigarlo. No había venido a matarlo. Había venido a reclamarlo.
Sintió cómo su piel comenzaba a endurecerse, a volverse gris y porosa. Sus huesos se ensancharon, se fusionaron. Sus músculos se petrificaron. El aire en sus pulmones se convirtió en polvo. Su último pensamiento no fue de miedo, sino de una extraña paz. El coleccionista, finalmente, se convertiría en parte de una colección.
Cuando la policía finalmente forzó la puerta del apartamento de Matías una semana después, alertados por sus compañeros de trabajo, encontraron una escena inexplicable. El apartamento estaba vacío. No había señales de lucha. Lo único fuera de lugar eran dos estatuas de piedra en el centro de la sala de estar.
Una era del tamaño de un puño, una roca de toba volcánica.
La otra era del tamaño de un hombre, con una expresión de silencioso arrepentimiento tallada en su rostro. Estaba de pie, mirando hacia el oeste, hacia el océano infinito, como si montara una guardia solitaria, esperando un barco que nunca llegaría para llevarlo a casa.








